viernes, 20 de marzo de 2015

Queridos amigos:
            
           En este número os cuento los mil y un sucesos que adornan nuestra vida y que rompen la monotonía de hacer siempre las mismas cosas.

Un hombre, antiguo director del coro de niños, desapareció un día de la circulación y cuando le vi después de mucho tiempo me contó que se había metido en la secta de los neo-apostólicos y que por eso no frecuentaba más nuestra parroquia. El se sigue considerando católico y no ve diferencia alguna con su nueva religión. Con el paso del tiempo sus hermanos han ido falleciendo y él ha quedado como responsable de todos ellos, con lo cual él hereda  todos los hijos de sus hermanos, que  son muchos. Casi todos están casados, pero al igual que muchos otros jóvenes, se han metido en alguna de las numerosas sectas que enriquecen el panorama religioso del país. Un día les reunió a todos ellos y después de darles todo tipo de consejos sobre cómo deben comportarse en la vida, les dijo que no quería oír que ninguno de ellos frecuentara alguna de esas iglesias que se ven en nuestras calles. Todo el mundo debía pertenecer a la Iglesia Católica o a la neo apostólica, porque en estas dos se “come” (se refería a la comunión) y en las otras no se hace sino hablar.  


             Tiene una fe en Dios como si se tratara de un vecino suyo a quien le pudiera contar todas sus aventuras, con la seguridad que va a acudir en su auxilio. Prohibió terminantemente el acudir a los adivinos para resolver sus interrogantes. Y les cuenta como ejemplo, que a él se le iban muriendo las gallinas de forma misteriosa y recurrió a Dios para que le descubriera al causante de tal desgracia. Al poco tiempo, una mujer se le acercó para pedirle perdón por el mal que le estaba causando. Si Dios le ayuda a él, también ayudará a cuantos confían en él, luego queda terminantemente prohibido recurrir a métodos ancestrales para arreglar los problemas. Su confianza en Dios era de tal calibre que yo me sentía en ridículo en su presencia. Yo, a pesar de ser sacerdote, me sentía pequeño en su presencia.

En una de mis visitas por el barrio me pusieron al corriente de que una mujer que vivía en una casa cercana a la que yo me encontraba en ese momento, se encontraba enferma, además la había abandonado su marido y tenía que ocuparse ella sola de alimentar a su numerosa familia y como no tenía ningún trabajo remunerado, lo estaban pasando francamente mal. No podía estar acostada y pasaba la noche sentada en una silla. Fui a visitarla. Resultó ser una mujer a la que conocía porque hace ya muchos años, pertenecía a la coral de niños que dirigía el mismo del que os he hablado antes. Era alegre, de risa fácil, muy viva, pero por circunstancias de la vida, había desaparecido también de la circulación. Creo que desde que se casó no volvió a aparecer por la iglesia.

                Efectivamente, para ella supuso una gran alegría que fuera a visitarla y me contó que llevaba tiempo enferma, que tenía ocho hijos, que ahora se sentía mejor pero sin fuerzas para ir al campo y trabajar la tierra. De vez en cuando le ayudaban en el barrio para dar de comer a toda la familia, pero ya se habían puesto de acuerdo sobre la forma de vida. Como no tenía para dar de comer a todos, un día comían la mitad de la familia y al día siguiente comían la otra mitad mientras ayunaban los primeros. Los hijos habían abandonado la escuela por falta de medios para pagar las mensualidades y lo que era bonito ver es que cada cual aportaba a su madre lo que había conseguido ganar aquel día para que ella pudiera comprar la harina y preparar la comida de los que correspondía aquel día. Durante mi presencia, uno de ellos le entregó el equivalente a dos dólares porque había estado ayudando a un soldador y al final del día éste de había “pagado”.  Otro le entregó el equivalente de un dólar, porque había estado trasladando unos ladrillos y le habían dado ese dinero.

   Durante todo este tiempo hubo un momento, en el que el marido, que se divorció de ella y vive con otra mujer en un centro minero que está a y en segundo lugar para contrarrestar la influencia de las mil y una sectas que corren al hospital para dedicarse a rezar por los enfermos, imponerles las manos, hacerles creer que con eso y un par de aspirinas van a quedar como rosas y al mismo tiempo conseguir adeptos para sus sectas.
               En una de esas visitas me encontré con un joven que tenía muy mal aspecto. Enseguida pensé que podría tratarse del Sida, ya que esta enfermedad aparece con frecuencia y más entre los jóvenes. Si se trata del Sida, el médico enseguida se entera de la enfermedad que padece ya que un análisis de sangre le descubre la causa del mal, pero le prescribe una serie de exámenes para que mantenga la esperanza de que se puede curar, hasta que un día le dice que vuelva a su casa y que le examinará otra vez dentro de un mes cuando tome las medicinas que le ha prescrito. Normalmente ya no vuelve más porque la enfermedad se lo ha llevado a la morada eterna.

                Le solía cuidar un hermano menor, de unos 24 años. Los padres estaban divorciados y quien más se ocupaba de la familia era el padre. Les conocía a los dos porque en mi primera época había tenido mucho contacto con ellos. La madre hacía un poco de comercio en el puesto fronterizo con Zambia y vivía su vida sin ocuparse demasiado de sus hijos. Como era de temer, el enfermo murió al poco tiempo de salir del hospital. Le anunciaron a la madre el fallecimiento de su hijo y acudió al entierro. 


                Con frecuencia, en los momentos en los que fallece un miembro de la familia, siempre hay alguno que pierde los estribos y es capaz de cometer la mayor barbaridad si no es sometido por el resto de la familia. El hermano que le estuvo cuidando en el hospital, al ver a su madre se puso furioso y quería quemarla porque da la casualidad que otros dos hermanos más habían fallecido el año pasado y fue siempre después de que hubieran ido a visitar a su madre, luego estaba claro que era la causante de la desaparición también de éste último porque había ido a visitarla. Pudieron sujetarle  entre todos y la madre, viendo el ambiente que había en torno  a su persona volvió rápidamente a su casa en la frontera con Zambia para poder evitar la furia de ese hijo contagiara a los demás miembros de la familia.

              A este pobre hombre que perdió a su hijo e incluso le aconsejó a su ex mujer para que se marchara del duelo cuanto antes, si quería seguir viviendo, le ocurren todo tipo de calamidades, una detrás de otra. En su tiempo fue un buen soldador pero ya está jubilado y le ha costado mucho esfuerzo el conseguir arreglar los papeles para cobrar el retiro que concede el gobierno, que son como unos 120 $ al trimestre. Tuvo que pelear fuerte para obtener lo que le correspondía. Él se encargaba de dar la lata y pasarse mañanas enteras en los diferentes despachos a los que tenía que acudir y yo me encargaba de solucionar sus problemas económicos porque no tenía donde caerse muerto. Por fin lo consiguió pero se olvidó que me prometía devolverme el dinero una vez  que consiguiera su pensión.

            La cosa es que tenía que buscar su medio de vida porque con la pensión no tiene suficiente para vivir y pidiendo a unos y a otros, consiguió que le concedieran unos terrenos en los que podría cultivar y asegurarse de este modo el alimento diario. La ciudad de Likasi es muy extensa. Para conseguir un terreno cultivable hay que caminar durante bastante tiempo para salir de la ciudad y adentrarse en la zona rural. En uno de sus viajes, mientras permanecía ausente de su domicilio, los amantes de la limpieza, le “limpiaron” las sillas, una vieja tele que a pesar de sus años le servía para distraerse en los ratos ociosos, los platos, las cazuelas y la ropa. Se olvidaron el destornillador y por eso descubrió que los que le habían robado eran sus propios vecinos, pero intentó insinuarles y a poco más lo linchan y le llevan a comisaría. No tuvo más remedio que callarse y contarles la hazaña a sus hijos para que entre todos pudieran rellenar los “huecos” que le han dejado.
 
            Todavía esta semana, mientras se retiró a ducharse al anochecer, dejó su silla a la puerta de casa y cuando volvió refrescado, se encontró con que alguien le había hecho desaparecer su lugar de reposo y ahora se sienta sobre un ladrillo porque aquella era la única silla que tenía en casa.


 
Aquí hay una congregación religiosa femenina que llama la atención. Sus miembros son mujeres que en un tiempo estuvieron casadas pero al quedarse viudas pensaron que donde mejor se podrían encontrar es ocupadas al servicio del Señor y dedicarse a la oración, a la atención de los más desfavorecidos y a vivir del esfuerzo personal para no ser carga para ninguno. También hay algunas que no conocieron el matrimonio, pero todas ellas dejaron la juventud hace tiempo y viven humildemente, sin meter ruido, intentando ser fieles a las tareas que se les ha confiado.  La mayor parte de ellas no perdieron demasiado tiempo en los bancos de la escuela y ninguna de ellas cuenta hoy en día con un diploma o título que la capacite para ejercer como superiora general de la congregación.
Como es una gente tan sencilla, les confiaron un pequeño poblado que fue en el que los primeros misioneros que llegaron por aquí hace 105 años, construyeron la primera capilla de lo que luego iba a ser la diócesis de Lubumbashi. Durante muchos años, aquella pequeña aldea quedó olvidada de todos, la capilla se derrumbó y solo quedaban las ruinas, pero al cumplirse el centenario volvieron a levantar-la y llevaron a estas monjas para que atendieran aquel lugar en la que seguían viviendo los nietos de aquellos que conocieron a los primeros misioneros.

                El convento estaba formado por un conjunto de casas al estilo local, con paredes de barro y techo de paja y allí comenzaron a vivir las religiosas hasta que un incendio destruyó la mitad de las cabañas en las que se alojaban y hubo que pensar en la forma de albergarlas en unos edificios más sólidos que les permitieran seguir atendiendo a un grupo de ancianos, abandonados por sus descendientes por considerarles hechiceros, y mantener el pequeño dispensario y maternidad al que acudían los enfermos y parturientas de los alrededores.

                Primero se construyeron las habitaciones, con ducha incorporada, aunque no tienen agua en casa y cada vez que quieren ducharse tienen que ir primero a la fuente del pueblo, llenar un balde y utilizarlo en su aseo personal. Luego se construyó la cocina, el comedor, una sala de estar, pero todo ello sin ventanas ni puertas y con el único color que el que había plasmado el cemento en la construcción de sus paredes.

                Es un lugar que queda a unos 70 Km de Likasi. Yo había pasado en varias ocasiones y al encontrar trabajando a los albañiles, pensaba que poco a poco lo habrían terminado y que las religiosas estarían gozando de la paz de su nueva residencia.

        Cuando pasé unos meses más tarde, me di cuenta que las religiosas estaban habitando en una construcción inacabada, que tenían que cocinar en una de las chozas que habían quedado en pie, que tenían que utilizar el aseo del poblado y que las pocas casuchas que aún se sostenían, daban signos de querer desmoronarse en cualquier momento. Esta situación me movió para que me ocupara de ellas y pudieran disponer de una construcción a la que pudieran llamar “convento”.

       Me dio pena de su situación y del lugar, que en vez de respetarlo como el origen de la diócesis de Lubumbashi, estaba abandonado y las hierbas lo inundaban todo, ocultando los vestigios de una antigua construcción que guardaba los recuerdos de aquellos pioneros que recorrieron  a pie centenares de kilómetros en su celo de predicar el Evangelio.

                Durante tres meses me dediqué a terminar lo que otros habían comenzado sin llegar a finalizarlo. Se terminó la cocina, se pusieron las puertas y ventanas, se pintó toda la casa, menos sus habitaciones porque se me terminó la pintura y el dinero, se puso un aseo en el “convento”, se colorearon las paredes exteriores e interiores,  y aquello parecía un cromo pero las religiosas estaban muy satisfechas, tanto es así, que me tienen como su protector y no hay un acontecimiento importante en su congregación que no vengan a visitarme para anunciármelo o me llamen por teléfono.
      
      Y todos estos prolegómenos vienen a que hace un par de días me llamaron para anunciarme el fallecimiento de una de sus hermanas de la congregación, que con sus 85 años, había decidido cambiar de domicilio y se fue  a instalar en la casa del Padre dejándolas a todas preocupadas en preparar su despedida de la mejor manera posible.

                La muerte tiene una importancia excepcional. Da la impresión de que la vida se para. Se puede faltar al trabajo, dejar de preparar la comida, no acudir a una cita, abandonar la cosecha sin recoger esos días, y es que ha muerto un conocido, un familiar, y eso lo explica todo. Nadie se extraña de que no haya acudido al trabajo, o respetado la cita. Acudir al lugar en el que ha ocurrido el triste suceso es un deber sagrado.

                No la conocía a la fallecida porque llevaba bastantes años sin salir de casa, pero el hecho de que me pusieran al corriente quería decir que contaban conmigo para las ceremonias que luego tendrían lugar. Iban a celebrar la misa funeral en la parroquia a las nueve del día siguiente. El párroco nos había invitado a que estuviéramos presentes para las 8h 30. 

A esa hora me presenté, al igual que otros sacerdotes que habían oído el deseo del párroco.

       
         El cadáver estaba en la morgue del hospital que se encuentra a escasos 300 m. de la parroquia. Pero a pesar de la cercanía no llegaba el entierro. Habían dado las nueve sin que nadie nos explicara el porqué del retraso. Después de preguntar a unos y a otros, me enteré de lo que ocurría. Aquí no hay ninguna carpintería que tenga féretros en venta. Eso supone una inversión: hay que comprar madera, cola, clavos, asas, etc. y el carpintero no tiene dinero para adelantar y sólo trabaja si se lo proporcionan en el momento de hacer el pedido, pero como nos cortan la luz a cada momento, la carpintería a la que habían acudido no lo pudo fabricar y a última hora, cuando la gente esperaba ya en la iglesia, encontraron féretros en otra carpintería y fueron a reclamarle el dinero al primero para realizar la compra, pero éste ya se lo había gastado.

                Afortunadamente, los carpinteros se conocían entre sí y llegaron a un acuerdo. Este último, les cedió un féretro y corriendo con él a la morgue del hospital, colocaron a la difunta en su interior y la llevaron a paso rápido a la iglesia, donde la gente estaba esperando para dar comienzo al funeral. Ninguno de los curas allí presentes, y éramos 12, dio muestras de impaciencia. Nadie presentaba signos de cansancio, miraba al reloj o mostraba su enojo por aquel contratiempo. Aunque parece una contradicción, el muerto es la persona más importante de entre los vivos.

                Cada uno de los curas, como es normal,  tenía una serie de actividades programadas para aquel día, compromisos, catequesis, misa, etc., y todo ello pasa a un segundo plano, incluso su comida del mediodía, porque lo importante es estar presente en el funeral, y nadie se siente molesto porque el cura no haya acudido a una cita o se haya cambiado la misa por el rezo del rosario. Ni el mismo cura se inquieta porque ese día se haya quedado sin comer. Había que estar en el funeral. Punto.

                La odisea no termina aquí pero el papel sí, por eso en el próximo número seguiré hablando del entierro de la religiosa.
          
      Un abrazo                                                      Xabier