Queridos amigos:
En
este número os cuento los mil y un sucesos que adornan nuestra vida y que
rompen la monotonía de hacer siempre las mismas cosas.
Un hombre, antiguo director del coro de
niños, desapareció un día de la circulación y cuando le vi después de mucho
tiempo me contó que se había metido en la secta de los neo-apostólicos y que
por eso no frecuentaba más nuestra parroquia. El se sigue considerando católico
y no ve diferencia alguna con su nueva religión. Con el paso del tiempo sus
hermanos han ido falleciendo y él ha quedado como responsable de todos ellos,
con lo cual él hereda todos los hijos de sus hermanos, que son
muchos. Casi todos están casados, pero al igual que muchos otros jóvenes, se
han metido en alguna de las numerosas sectas que enriquecen el panorama
religioso del país. Un día les reunió a todos ellos y después de darles todo
tipo de consejos sobre cómo deben comportarse en la vida, les dijo que no quería
oír que ninguno de ellos frecuentara alguna de esas iglesias que se ven en
nuestras calles. Todo el mundo debía pertenecer a la Iglesia Católica o a la
neo apostólica, porque en estas dos se “come” (se refería a la comunión) y en
las otras no se hace sino hablar.
Tiene
una fe en Dios como si se tratara de un vecino suyo a quien le pudiera contar
todas sus aventuras, con la seguridad que va a acudir en su auxilio. Prohibió
terminantemente el acudir a los adivinos para resolver sus interrogantes. Y les
cuenta como ejemplo, que a él se le iban muriendo las gallinas de forma
misteriosa y recurrió a Dios para que le descubriera al causante de tal
desgracia. Al poco tiempo, una mujer se le acercó para pedirle perdón por el
mal que le estaba causando. Si Dios le ayuda a él, también ayudará a cuantos
confían en él, luego queda terminantemente prohibido recurrir a métodos
ancestrales para arreglar los problemas. Su confianza en Dios era de tal
calibre que yo me sentía en ridículo en su presencia. Yo, a pesar de ser sacerdote, me sentía pequeño en su presencia.
En una de mis visitas por el barrio me
pusieron al corriente de que una mujer que vivía en una casa cercana a la que
yo me encontraba en ese momento, se encontraba enferma, además la había
abandonado su marido y tenía que ocuparse ella sola de alimentar a su numerosa
familia y como no tenía ningún trabajo remunerado, lo estaban pasando
francamente mal. No podía estar acostada y pasaba la noche sentada en una
silla. Fui a visitarla. Resultó ser una mujer a la que conocía porque hace ya
muchos años, pertenecía a la coral de niños que dirigía el mismo del que os he
hablado antes. Era alegre, de risa fácil, muy viva, pero por circunstancias de
la vida, había desaparecido también de la circulación. Creo que desde que se
casó no volvió a aparecer por la iglesia.
Efectivamente,
para ella supuso una gran alegría que fuera a visitarla y me contó que llevaba
tiempo enferma, que tenía ocho hijos, que ahora se sentía mejor pero sin
fuerzas para ir al campo y trabajar la tierra. De vez en cuando le ayudaban en
el barrio para dar de comer a toda la familia, pero ya se habían puesto de
acuerdo sobre la forma de vida. Como no tenía para dar de comer a todos, un día
comían la mitad de la familia y al día siguiente comían la otra mitad mientras
ayunaban los primeros. Los hijos habían abandonado la escuela por falta de
medios para pagar las mensualidades y lo que era bonito ver es que cada cual
aportaba a su madre lo que había conseguido ganar aquel día para que ella
pudiera comprar la harina y preparar la comida de los que correspondía aquel
día. Durante mi presencia, uno de ellos le entregó el equivalente a dos dólares
porque había estado ayudando a un soldador y al final del día éste de había
“pagado”. Otro le entregó el equivalente de un dólar, porque había estado
trasladando unos ladrillos y le habían dado ese dinero.
En
una de esas visitas me encontré con un joven que tenía muy mal aspecto.
Enseguida pensé que podría tratarse del Sida, ya que esta enfermedad aparece
con frecuencia y más entre los jóvenes. Si se trata del Sida, el médico
enseguida se entera de la enfermedad que padece ya que un análisis de sangre le
descubre la causa del mal, pero le prescribe una serie de exámenes para que
mantenga la esperanza de que se puede curar, hasta que un día le dice que
vuelva a su casa y que le examinará otra vez dentro de un mes cuando tome las
medicinas que le ha prescrito. Normalmente ya no vuelve más porque la
enfermedad se lo ha llevado a la morada eterna.
Le
solía cuidar un hermano menor, de unos 24 años. Los padres estaban divorciados
y quien más se ocupaba de la familia era el padre. Les conocía a los dos porque
en mi primera época había tenido mucho contacto con ellos. La madre hacía un
poco de comercio en el puesto fronterizo con Zambia y vivía su vida sin
ocuparse demasiado de sus hijos. Como era de temer, el enfermo murió al poco tiempo de salir del hospital. Le
anunciaron a la madre el fallecimiento de su hijo y acudió al entierro.
Con
frecuencia, en los momentos en los que fallece un miembro de la familia,
siempre hay alguno que pierde los estribos y es capaz de cometer la mayor
barbaridad si no es sometido por el resto de la familia. El hermano que le
estuvo cuidando en el hospital, al ver a su madre se puso furioso y quería
quemarla porque da la casualidad que otros dos hermanos más habían fallecido el
año pasado y fue siempre después de que hubieran ido a visitar a su madre,
luego estaba claro que era la causante de la desaparición también de éste
último porque había ido a visitarla. Pudieron sujetarle entre todos y la madre, viendo el ambiente que
había en torno a su persona volvió
rápidamente a su casa en la frontera con Zambia para poder evitar la furia de
ese hijo contagiara a los demás miembros de la familia.
A
este pobre hombre que perdió a su hijo e incluso le aconsejó a su ex mujer para
que se marchara del duelo cuanto antes, si quería seguir viviendo, le ocurren
todo tipo de calamidades, una detrás de otra. En su tiempo fue un buen soldador
pero ya está jubilado y le ha costado mucho esfuerzo el conseguir arreglar los
papeles para cobrar el retiro que concede el gobierno, que son como unos 120 $
al trimestre. Tuvo que pelear fuerte para obtener lo que le correspondía. Él se
encargaba de dar la lata y pasarse mañanas enteras en los diferentes despachos
a los que tenía que acudir y yo me encargaba de solucionar sus problemas
económicos porque no tenía donde caerse muerto. Por fin lo consiguió pero se
olvidó que me prometía devolverme el dinero una vez que consiguiera su
pensión.
La
cosa es que tenía que buscar su medio de vida porque con la pensión no tiene
suficiente para vivir y pidiendo a unos y a otros, consiguió que le concedieran
unos terrenos en los que podría cultivar y asegurarse de este modo el alimento
diario. La ciudad de Likasi es muy extensa. Para conseguir un terreno
cultivable hay que caminar durante bastante tiempo para salir de la ciudad y
adentrarse en la zona rural. En uno de sus viajes, mientras permanecía ausente
de su domicilio, los amantes de la limpieza, le “limpiaron” las sillas, una
vieja tele que a pesar de sus años le servía para distraerse en los ratos
ociosos, los platos, las cazuelas y la ropa. Se olvidaron el destornillador y
por eso descubrió que los que le habían robado eran sus propios vecinos, pero
intentó insinuarles y a poco más lo linchan y le llevan a comisaría. No tuvo
más remedio que callarse y contarles la hazaña a sus hijos para que entre todos
pudieran rellenar los “huecos” que le han dejado.
Todavía
esta semana, mientras se retiró a ducharse al anochecer, dejó su silla a la
puerta de casa y cuando volvió refrescado, se encontró con que alguien le había
hecho desaparecer su lugar de reposo y ahora se sienta sobre un ladrillo porque
aquella era la única silla que tenía en casa.
Aquí hay una congregación
religiosa femenina que llama la atención. Sus miembros son mujeres que en un
tiempo estuvieron casadas pero al quedarse viudas pensaron que donde mejor se
podrían encontrar es ocupadas al servicio del Señor y dedicarse a la oración, a
la atención de los más desfavorecidos y a vivir del esfuerzo personal para no
ser carga para ninguno. También hay algunas que no conocieron el matrimonio,
pero todas ellas dejaron la juventud hace tiempo y viven humildemente, sin
meter ruido, intentando ser fieles a las tareas que se les ha confiado.
La mayor parte de ellas no perdieron demasiado tiempo en los bancos de la
escuela y ninguna de ellas cuenta hoy en día con un diploma o título que la
capacite para ejercer como superiora general de la congregación.
Como es una gente tan sencilla, les
confiaron un pequeño poblado que fue en el que los primeros misioneros que
llegaron por aquí hace 105 años, construyeron la primera capilla de lo que
luego iba a ser la diócesis de Lubumbashi. Durante muchos años, aquella pequeña
aldea quedó olvidada de todos, la capilla se derrumbó y solo quedaban las
ruinas, pero al cumplirse el centenario volvieron a levantar-la y llevaron a
estas monjas para que atendieran aquel lugar en la que seguían viviendo los
nietos de aquellos que conocieron a los primeros misioneros.
El
convento estaba formado por un conjunto de casas al estilo local, con paredes
de barro y techo de paja y allí comenzaron a vivir las religiosas hasta que un
incendio destruyó la mitad de las cabañas en las que se alojaban y hubo que
pensar en la forma de albergarlas en unos edificios más sólidos que les
permitieran seguir atendiendo a un grupo de ancianos, abandonados por sus
descendientes por considerarles hechiceros, y mantener el pequeño dispensario y
maternidad al que acudían los enfermos y parturientas de los alrededores.
Primero
se construyeron las habitaciones, con ducha incorporada, aunque no tienen agua
en casa y cada vez que quieren ducharse tienen que ir primero a la fuente del
pueblo, llenar un balde y utilizarlo en su aseo personal. Luego se construyó la
cocina, el comedor, una sala de estar, pero todo ello sin ventanas ni puertas y
con el único color que el que había plasmado el cemento en la construcción de
sus paredes.
Es
un lugar que queda a unos 70 Km de Likasi. Yo había pasado en varias ocasiones
y al encontrar trabajando a los albañiles, pensaba que poco a poco lo habrían
terminado y que las religiosas estarían gozando de la paz de su nueva
residencia.
Cuando pasé unos meses más tarde, me
di cuenta que las religiosas estaban habitando en una construcción inacabada,
que tenían que cocinar en una de las chozas que habían quedado en pie, que
tenían que utilizar el aseo del poblado y que las pocas casuchas que aún se
sostenían, daban signos de querer desmoronarse en cualquier momento. Esta
situación me movió para que me ocupara de ellas y pudieran disponer de una
construcción a la que pudieran llamar “convento”.
Me
dio pena de su situación y del lugar, que en vez de respetarlo como el origen
de la diócesis de Lubumbashi, estaba abandonado y las hierbas lo inundaban
todo, ocultando los vestigios de una antigua construcción que guardaba los
recuerdos de aquellos pioneros que recorrieron a pie centenares de
kilómetros en su celo de predicar el Evangelio.
Durante
tres meses me dediqué a terminar lo que otros habían comenzado sin llegar a
finalizarlo. Se terminó la cocina, se pusieron las puertas y ventanas, se pintó
toda la casa, menos sus habitaciones porque se me terminó la pintura y el
dinero, se puso un aseo en el “convento”, se colorearon las paredes exteriores
e interiores, y aquello parecía un cromo pero las religiosas estaban muy
satisfechas, tanto es así, que me tienen como su protector y no hay un
acontecimiento importante en su congregación que no vengan a visitarme para
anunciármelo o me llamen por teléfono.
La
muerte tiene una importancia excepcional. Da la impresión de que la vida se
para. Se puede faltar al trabajo, dejar de preparar la comida, no acudir a una
cita, abandonar la cosecha sin recoger esos días, y es que ha muerto un
conocido, un familiar, y eso lo explica todo. Nadie se extraña de que no haya
acudido al trabajo, o respetado la cita. Acudir al lugar en el que ha ocurrido
el triste suceso es un deber sagrado.
No
la conocía a la fallecida porque llevaba bastantes años sin salir de casa, pero
el hecho de que me pusieran al corriente quería decir que contaban conmigo para
las ceremonias que luego tendrían lugar. Iban a celebrar la misa funeral en la
parroquia a las nueve del día siguiente. El párroco nos había invitado a que
estuviéramos presentes para las 8h 30.
A esa hora me presenté, al igual que otros sacerdotes
que habían oído el deseo del párroco.
Afortunadamente,
los carpinteros se conocían entre sí y llegaron a un acuerdo. Este último, les
cedió un féretro y corriendo con él a la morgue del hospital, colocaron a la
difunta en su interior y la llevaron a paso rápido a la iglesia, donde la gente
estaba esperando para dar comienzo al funeral. Ninguno de los curas allí
presentes, y éramos 12, dio muestras de impaciencia. Nadie presentaba signos de
cansancio, miraba al reloj o mostraba su enojo por aquel contratiempo. Aunque
parece una contradicción, el muerto es la persona más importante de entre los
vivos.
Cada
uno de los curas, como es normal, tenía una serie de actividades programadas
para aquel día, compromisos, catequesis, misa, etc., y todo ello pasa a un
segundo plano, incluso su comida del mediodía, porque lo importante es estar
presente en el funeral, y nadie se siente molesto porque el cura no haya
acudido a una cita o se haya cambiado la misa por el rezo del rosario. Ni el
mismo cura se inquieta porque ese día se haya quedado sin comer. Había que
estar en el funeral. Punto.
La
odisea no termina aquí pero el papel sí, por eso en el próximo número seguiré
hablando del entierro de la religiosa.
Un
abrazo
Xabier