martes, 28 de mayo de 2013

KILIMA 97 - Junio 2013
(Formato Revista)


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Queridos amigos:

Nunca me he pavoneado de poseer una dentadura  fuerte como la de un primitivo y prueba de ello es que a lo largo de mi prolongada estancia en este país africano he ido desprendiéndome, contra mi gusto, de unos cuantos  “piñones” que han quedado sepultados en estas tierras,  como prueba inconfundible de mi paso  por las mismas, y donde  podrían encontrar con facilidad mi ADN si fuera necesario.

Lo normal es que un país vaya desarrollándose poco a poco, mejorando en cada época la situación en la que vivían sus antecesores, con mayor o menor rapidez, tendiendo siempre a conseguir metas que no se habían alcanzado antes, pero en el Congo no ocurre lo mismo. Es por lo que la gente del Primer Mundo tiene dificultades en creer  mis historias y piensa que me he convertido en un especialista en propagar invenciones.

Un ejemplo. Gracias a una prótesis dental que me habían colocado en Bilbao, me iba defendiendo con normalidad e incluso me había olvidado de que algunas muelas habían sido ya “arregladas” y había que actuar con cierto cuidado, sobre todo a la hora de atacar los huesos de pollo que se desmenuzan con bastante normalidad, puesto que ya que  es un manjar que no se ve todos los días, hay que aprovecharlo hasta las últimas consecuencias en cuanto aparece preparado en un sabroso plato.

Era consciente que no podía competir con los comensales con los que compartía el alimento, pero siempre hacía mis pinitos para no dar la impresión  de  ser  un  señorito   al   que  le asustan   esas   menudencias. Todo funcionaba a la perfección, pero un día cayó en mi boca un hueso cuyo propietario había corrido múltiples competiciones y en esas lides había conseguido fortalecer su musculatura y la osamenta que lo sostiene, y ocurrió lo que no debiera de haber ocurrido: ¡Zás! Y se rompió un trozo del empaste que protegía mi muela.


En estas cuestiones me gusta actuar de inmediato, así es que acudí al dentista que me había atendido en anteriores ocasiones. La última vez que acudí a su consulta para que me hiciera un pequeño arreglo en la prótesis, me encontré con que el sillón del paciente no estaba sujeto al suelo y cada vez que tenía que enjuagar para limpiar la boca y expulsar el agua en el lavabo, tenía que inclinarme cuidadosamente para que no me cayera arrastrando en mi caída todos los aparatos de la consulta y para ello debía inclinarme apoyándome en el borde del lavabo para limpiar la boca. El no daba ninguna importancia a lo que estaba viendo porque no hacía el mínimo comentario. Seguramente que habría habido otros muchos a quienes les habría ocurrido lo mismo antes de que yo llegara.

Había transcurrido un mes desde que tuve esta pequeña aventura y pensaba que a lo largo de esos 30 días había tenido tiempo más que suficiente para arreglar su sillón. Normalmente solía citar a los pacientes a las dos de la tarde, pero jamás llegaba antes de las tres. Yo veía que otros pacientes que esperaban su hora lo hacían con un botellín de agua en las manos y pensaba que eran costumbres  que se habían puesto de moda porque todos hablan de beber mucha agua para mantenerse en forma. Luego tuve ocasión de corregir  mi parecer.

Yo veía que estaban pintando la consulta porque un par de pintores de brocha gorda se encontraban encalando las paredes. No sabía si nos iba a mandar a casa o serían los pintores los que serían despedidos. Llegó por fin el dentista, al que todo el mundo llamaba “doctor” y se encerró en su gabinete. A los cinco minutos me llamó porque sabía que había recorrido 125 Km para llegar hasta su consulta y quería terminar cuanto antes para que pudiera volver de nuevo a Likasi.

Las manchas de pintura adornaban toda la habitación. Habían colocado unos papeles para proteger el suelo. Un pintor, subido a una escalera blanqueaba el techo procurando no ponerse a la vertical del sufriente  para que las gotas de cal no le cayeran en la boca abierta del dolorido paciente. El otro, encalaba mientras tanto una de las paredes. El médico hablaba con los dos sobre el avance de los trabajos y no parecía estar muy contento de su rendimiento, porque tanto el tono de su voz como la expresión de su rostro indicaban que no estaba para bromas. Y yo pensaba si sería luego mi muela la que fuera a pagar semejante infortunio. Uno de los pintores se interesó por mi causa y, casualidad, también él había sufrido una vez dolor de muelas. Por fin, el dentista se acercó para conocer el motivo  de mi malestar y sin más preámbulos agarró el torno y comenzó a perforar mientras continuaba hablando con el artista de la brocha gorda.

Yo notaba, cada vez con mayor sensibilidad, los efectos del torno dentro de mi muela y la capacidad de aguante iba en disminución en la medida en la que se empeñaba en penetrar en profundidad. Algunas estrellas habían aparecido en el paladar de mi boca y un sudor  desagradable  comenzaba a mojar
mi frente. Afortunadamente, en ese momento creyó terminar la primera fase de la operación y me pidió que me enjuagara. Si, pero ¿Con qué?. No había agua. Intenté utilizar toda la saliva concentrada en mi boca. El sillón seguía inclinándose peligrosamente y actué con precaución, agarrándome a la columna de la dentistería para sostenerme sin causar mayores estropicios. La limpieza no debió quedar demasiado mal porque acto seguido comenzó a empastar y cuando ya me despedía y le dije que la muela estaba muy sensible, me respondió que era una buena señal, porque la muela tenía vitalidad y podría contar con ella durante muchos años: Eso es lo que quería oír de él y me marché todo contento.

Me despedí del pintor. Ahora comprendía mejor por qué todos los pacientes esperaban su turno con un botellín de agua en sus manos y pensando en los barberos que en la Edad Media actuaban en las plazas de los pueblos para el regocijo de la gente menuda, recordaba le escena del pintor en la punta de la escalera, el paciente tumbado en el sillón y el dentista dando conversación a uno y a otro según el momento en el que se encontrara de su intervención.

            A pesar de su empaste la muela seguía molestándome. A los dos días le llamé para contarle mi situación y me recomendó que pasara de nuevo por su consulta. Recorrí de nuevo los 125 Km de ida y otros tantos de vuelta sin haber conseguido entrevistarme con él porque en cuando me vio se dio cuenta que el torno de la consulta tenía una pieza rota y el mecánico no se la había arreglado todavía.

            Eso me obligó a efectuar un tercer viaje, pero esta vez también yo llevaba la botellita de agua. Los pintores ya no faenaban. Todo parecía como más limpio y en orden. Me tumbé en el sillón y comenzó a trabajar sin mayores preámbulos. Yo sentía que el torno iba ganando terreno. Su afilada punta se introducía sin hacer caso a los gestos de mi cara, ni a mi boca, que se estaba haciendo cada vez más grande para evitar el grito que quería salir desde lo más hondo de mi garganta. Las estrellas que aparecían ahora en mi paladar se confundían con las fugaces y los cometas que revoloteaban por los alrededores de la muela. Al final, como único medio de defensa, le agarré la muñeca para que sacara aquella herramienta de la boca y me dejara respirar. Y ante mi actuación no se le ocurrió mejor pregunta que decir:

-         Qué, por lo que veo, habrá que anestesiar.

-        Si, doctor, me parece una idea fenomenal. Y ahí comenzó la siguiente parte de la operación. Todo transcurría con normalidad hasta que en un momento se fue la luz y me quedé con la boca abierta mientras estaba preparando la pasta con la que iba a cerrar el agujero de la muela. Así permanecimos 20 minutos, yo con la boca abierta y él dándole vueltas a la pasta para que no se le estropeara. Por fin pudo terminar su trabajo y como se estaba haciendo tarde, salí disparado de la consulta para ponerme en camino hacia Panda.

    Sin embargo yo seguía sintiéndome mal. Ya no quería volver al mismo porque tras dos intentos frustrados mi situación no había mejorado. Había que buscar otro dentista.


            Tampoco quería ponerme en manos del dentista del hospital de Panda porque le conocía desde hacía muchos años, de cuando era el ayudante del dentista que trabajaba en aquel momento. Él era el encargado de ser su asistente, quien tenía que limpiar el instrumental, preparar las mezclas, ocuparse de las fichas de los trabajadores… pero cuando el dentista se marchó definitivamente, el puesto  quedó  vacante  y  tras un largo  período de ausencia, un  día  le vi que  le habían
concedido el título de dentista y entre las cosas más suaves que cuentan de él, es que si hace un empaste y el paciente se agacha para coger el pañuelo que se le ha caído o alguna otra cosa, pone en peligro su empaste porque en ese momento se le puede caer.

            Quería saber si en Likasi con sus 350.000 habitantes, no habría ningún otro “doctor” que me pudiera atender y evitar el ir de nuevo a Lubumbashi. Después de molestar a unos y a otros, por fin, me enteré que hacía poco acababan de abrir un nuevo gabinete en la ciudad, cuyo responsable era un médico que había venido de Zambia.

            Nadie disponía de elementos suficientes para juzgar sobre la calidad de su trabajo, pero yo no estaba como para muchas exigencias, así es que decidí hacer la prueba. Efectivamente, en una calle bastante céntrica de Likasi había abierto su consultorio, donde se podía leer a la entrada: “Clínica Bahati” (que en swahili significa, suerte). Análisis clínicos, Consultas médicas, Dentistería.

            En su interior, todas las dependencias eran de reducidas dimensiones. Una señorita recibía a los que deseaban recibir tratamiento médico. Disponía de una pequeña mesa en la que anotaba los nombres de los enfermos y los cuidados que solicitaba,  y repartía a cada uno una papeleta para que esperara su turno. En esa recepción cabían cuatro sillas y si había más pacientes tenían que esperar en la calle.

            Le conocí al enfermero porque había trabado en el hospital que está junto a la parroquia y había pedido la cuenta en la empresa porque llevaba
muchos meses sin que la empresa se acordara de satisfacer su salario. Los que  iban  para  hacer  análisis de  sangre no tenían derecho a habitación y el enfermero actuaba en
 el estrecho pasillo  de no más de seis metro de largo, que conduce al gabinete del dentista.  Una cortina separaba al enfermo de los que esperábamos turno pacientemente, pero como no cerraba muy bien se podía ver lo que ocurría en su interior. Yo me maravillaba de la habilidad del enfermero  porque conseguía  introducir  la  aguja  en  la  vena  casi  más ayudado por el tacto, que por la vista porque el pasillo tenía una bombilla pero no había luz en ese momento y la penumbra se hacía más presente que la claridad.

            Por fin me llegó mi turno. El doctor tenía que conocer cuál era la razón de mi queja para establecer una factura según los trabajos que tuviera que efectuar. Si estaba dispuesto a satisfacer sus honorarios podría comenzar su trabajo:

La habitación era minúscula. El sillón del paciente estaba adosado al muro, ya que si lo ponían en el centro, obstaculizaría el paso al personal que tuviera que trabajar. Era fijo, no se podía levantar ni inclinar, había que sentarse lo más retrasadamente posible, lo cual no era fácil porque me tiraba para atrás y me resbalaba hacia adelante. Al final, gracias a la ayuda del doctor, conseguí instalarme como quería.
          Parece ser que la muela estaba sin desvitalizar y comenzó a atacar al nervio que según él me provocaba los dolores. Junto al sillón no había ninguna columna clásica de todos los gabinetes de dentista. Solamente había una lámpara de pie, del que colgaba un tubo  donde adaptaba la cabeza del torno. El motor que promovía el aire comprimido para hacer girar el torno se encontraba en un extremo de la habitación, debajo de la mesa. Metía un ruido ensordecedor. De vez en cuando tenía que enjuagar la boca y no tenía ni fuente ni lavabo. Me daba un poco de agua en un vaso y una vez de que enjuagaba, me decía. “Tire todo aquí”. Era una papelera que me acercaba empujándola con el pie. Las paredes de la papelera no eran lisas, como las de un balde, sino de rejilla, con lo cual temía que los esputos y el agua sucia salieran al exterior por los huecos de la rejilla. Un poco repelente.
          Pero tampoco consiguió quitarme el dolor y tuve que encontrar otro lugar en Lubumbashi al que estoy acudiendo estos días y veremos si consiguen respetarme la muela y hacer desaparecer los dolores. Son unos de los pequeños inconvenientes de estar viviendo en un país del Tercer Mundo.
          Un abrazo.   
                                                                  Xabier  
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