martes, 28 de mayo de 2013

KILIMA 97 - Junio 2013
(Formato Revista)


Publish at Calameo or read more publications.




Queridos amigos:

Nunca me he pavoneado de poseer una dentadura  fuerte como la de un primitivo y prueba de ello es que a lo largo de mi prolongada estancia en este país africano he ido desprendiéndome, contra mi gusto, de unos cuantos  “piñones” que han quedado sepultados en estas tierras,  como prueba inconfundible de mi paso  por las mismas, y donde  podrían encontrar con facilidad mi ADN si fuera necesario.

Lo normal es que un país vaya desarrollándose poco a poco, mejorando en cada época la situación en la que vivían sus antecesores, con mayor o menor rapidez, tendiendo siempre a conseguir metas que no se habían alcanzado antes, pero en el Congo no ocurre lo mismo. Es por lo que la gente del Primer Mundo tiene dificultades en creer  mis historias y piensa que me he convertido en un especialista en propagar invenciones.

Un ejemplo. Gracias a una prótesis dental que me habían colocado en Bilbao, me iba defendiendo con normalidad e incluso me había olvidado de que algunas muelas habían sido ya “arregladas” y había que actuar con cierto cuidado, sobre todo a la hora de atacar los huesos de pollo que se desmenuzan con bastante normalidad, puesto que ya que  es un manjar que no se ve todos los días, hay que aprovecharlo hasta las últimas consecuencias en cuanto aparece preparado en un sabroso plato.

Era consciente que no podía competir con los comensales con los que compartía el alimento, pero siempre hacía mis pinitos para no dar la impresión  de  ser  un  señorito   al   que  le asustan   esas   menudencias. Todo funcionaba a la perfección, pero un día cayó en mi boca un hueso cuyo propietario había corrido múltiples competiciones y en esas lides había conseguido fortalecer su musculatura y la osamenta que lo sostiene, y ocurrió lo que no debiera de haber ocurrido: ¡Zás! Y se rompió un trozo del empaste que protegía mi muela.


En estas cuestiones me gusta actuar de inmediato, así es que acudí al dentista que me había atendido en anteriores ocasiones. La última vez que acudí a su consulta para que me hiciera un pequeño arreglo en la prótesis, me encontré con que el sillón del paciente no estaba sujeto al suelo y cada vez que tenía que enjuagar para limpiar la boca y expulsar el agua en el lavabo, tenía que inclinarme cuidadosamente para que no me cayera arrastrando en mi caída todos los aparatos de la consulta y para ello debía inclinarme apoyándome en el borde del lavabo para limpiar la boca. El no daba ninguna importancia a lo que estaba viendo porque no hacía el mínimo comentario. Seguramente que habría habido otros muchos a quienes les habría ocurrido lo mismo antes de que yo llegara.

Había transcurrido un mes desde que tuve esta pequeña aventura y pensaba que a lo largo de esos 30 días había tenido tiempo más que suficiente para arreglar su sillón. Normalmente solía citar a los pacientes a las dos de la tarde, pero jamás llegaba antes de las tres. Yo veía que otros pacientes que esperaban su hora lo hacían con un botellín de agua en las manos y pensaba que eran costumbres  que se habían puesto de moda porque todos hablan de beber mucha agua para mantenerse en forma. Luego tuve ocasión de corregir  mi parecer.

Yo veía que estaban pintando la consulta porque un par de pintores de brocha gorda se encontraban encalando las paredes. No sabía si nos iba a mandar a casa o serían los pintores los que serían despedidos. Llegó por fin el dentista, al que todo el mundo llamaba “doctor” y se encerró en su gabinete. A los cinco minutos me llamó porque sabía que había recorrido 125 Km para llegar hasta su consulta y quería terminar cuanto antes para que pudiera volver de nuevo a Likasi.

Las manchas de pintura adornaban toda la habitación. Habían colocado unos papeles para proteger el suelo. Un pintor, subido a una escalera blanqueaba el techo procurando no ponerse a la vertical del sufriente  para que las gotas de cal no le cayeran en la boca abierta del dolorido paciente. El otro, encalaba mientras tanto una de las paredes. El médico hablaba con los dos sobre el avance de los trabajos y no parecía estar muy contento de su rendimiento, porque tanto el tono de su voz como la expresión de su rostro indicaban que no estaba para bromas. Y yo pensaba si sería luego mi muela la que fuera a pagar semejante infortunio. Uno de los pintores se interesó por mi causa y, casualidad, también él había sufrido una vez dolor de muelas. Por fin, el dentista se acercó para conocer el motivo  de mi malestar y sin más preámbulos agarró el torno y comenzó a perforar mientras continuaba hablando con el artista de la brocha gorda.

Yo notaba, cada vez con mayor sensibilidad, los efectos del torno dentro de mi muela y la capacidad de aguante iba en disminución en la medida en la que se empeñaba en penetrar en profundidad. Algunas estrellas habían aparecido en el paladar de mi boca y un sudor  desagradable  comenzaba a mojar
mi frente. Afortunadamente, en ese momento creyó terminar la primera fase de la operación y me pidió que me enjuagara. Si, pero ¿Con qué?. No había agua. Intenté utilizar toda la saliva concentrada en mi boca. El sillón seguía inclinándose peligrosamente y actué con precaución, agarrándome a la columna de la dentistería para sostenerme sin causar mayores estropicios. La limpieza no debió quedar demasiado mal porque acto seguido comenzó a empastar y cuando ya me despedía y le dije que la muela estaba muy sensible, me respondió que era una buena señal, porque la muela tenía vitalidad y podría contar con ella durante muchos años: Eso es lo que quería oír de él y me marché todo contento.

Me despedí del pintor. Ahora comprendía mejor por qué todos los pacientes esperaban su turno con un botellín de agua en sus manos y pensando en los barberos que en la Edad Media actuaban en las plazas de los pueblos para el regocijo de la gente menuda, recordaba le escena del pintor en la punta de la escalera, el paciente tumbado en el sillón y el dentista dando conversación a uno y a otro según el momento en el que se encontrara de su intervención.

            A pesar de su empaste la muela seguía molestándome. A los dos días le llamé para contarle mi situación y me recomendó que pasara de nuevo por su consulta. Recorrí de nuevo los 125 Km de ida y otros tantos de vuelta sin haber conseguido entrevistarme con él porque en cuando me vio se dio cuenta que el torno de la consulta tenía una pieza rota y el mecánico no se la había arreglado todavía.

            Eso me obligó a efectuar un tercer viaje, pero esta vez también yo llevaba la botellita de agua. Los pintores ya no faenaban. Todo parecía como más limpio y en orden. Me tumbé en el sillón y comenzó a trabajar sin mayores preámbulos. Yo sentía que el torno iba ganando terreno. Su afilada punta se introducía sin hacer caso a los gestos de mi cara, ni a mi boca, que se estaba haciendo cada vez más grande para evitar el grito que quería salir desde lo más hondo de mi garganta. Las estrellas que aparecían ahora en mi paladar se confundían con las fugaces y los cometas que revoloteaban por los alrededores de la muela. Al final, como único medio de defensa, le agarré la muñeca para que sacara aquella herramienta de la boca y me dejara respirar. Y ante mi actuación no se le ocurrió mejor pregunta que decir:

-         Qué, por lo que veo, habrá que anestesiar.

-        Si, doctor, me parece una idea fenomenal. Y ahí comenzó la siguiente parte de la operación. Todo transcurría con normalidad hasta que en un momento se fue la luz y me quedé con la boca abierta mientras estaba preparando la pasta con la que iba a cerrar el agujero de la muela. Así permanecimos 20 minutos, yo con la boca abierta y él dándole vueltas a la pasta para que no se le estropeara. Por fin pudo terminar su trabajo y como se estaba haciendo tarde, salí disparado de la consulta para ponerme en camino hacia Panda.

    Sin embargo yo seguía sintiéndome mal. Ya no quería volver al mismo porque tras dos intentos frustrados mi situación no había mejorado. Había que buscar otro dentista.


            Tampoco quería ponerme en manos del dentista del hospital de Panda porque le conocía desde hacía muchos años, de cuando era el ayudante del dentista que trabajaba en aquel momento. Él era el encargado de ser su asistente, quien tenía que limpiar el instrumental, preparar las mezclas, ocuparse de las fichas de los trabajadores… pero cuando el dentista se marchó definitivamente, el puesto  quedó  vacante  y  tras un largo  período de ausencia, un  día  le vi que  le habían
concedido el título de dentista y entre las cosas más suaves que cuentan de él, es que si hace un empaste y el paciente se agacha para coger el pañuelo que se le ha caído o alguna otra cosa, pone en peligro su empaste porque en ese momento se le puede caer.

            Quería saber si en Likasi con sus 350.000 habitantes, no habría ningún otro “doctor” que me pudiera atender y evitar el ir de nuevo a Lubumbashi. Después de molestar a unos y a otros, por fin, me enteré que hacía poco acababan de abrir un nuevo gabinete en la ciudad, cuyo responsable era un médico que había venido de Zambia.

            Nadie disponía de elementos suficientes para juzgar sobre la calidad de su trabajo, pero yo no estaba como para muchas exigencias, así es que decidí hacer la prueba. Efectivamente, en una calle bastante céntrica de Likasi había abierto su consultorio, donde se podía leer a la entrada: “Clínica Bahati” (que en swahili significa, suerte). Análisis clínicos, Consultas médicas, Dentistería.

            En su interior, todas las dependencias eran de reducidas dimensiones. Una señorita recibía a los que deseaban recibir tratamiento médico. Disponía de una pequeña mesa en la que anotaba los nombres de los enfermos y los cuidados que solicitaba,  y repartía a cada uno una papeleta para que esperara su turno. En esa recepción cabían cuatro sillas y si había más pacientes tenían que esperar en la calle.

            Le conocí al enfermero porque había trabado en el hospital que está junto a la parroquia y había pedido la cuenta en la empresa porque llevaba
muchos meses sin que la empresa se acordara de satisfacer su salario. Los que  iban  para  hacer  análisis de  sangre no tenían derecho a habitación y el enfermero actuaba en
 el estrecho pasillo  de no más de seis metro de largo, que conduce al gabinete del dentista.  Una cortina separaba al enfermo de los que esperábamos turno pacientemente, pero como no cerraba muy bien se podía ver lo que ocurría en su interior. Yo me maravillaba de la habilidad del enfermero  porque conseguía  introducir  la  aguja  en  la  vena  casi  más ayudado por el tacto, que por la vista porque el pasillo tenía una bombilla pero no había luz en ese momento y la penumbra se hacía más presente que la claridad.

            Por fin me llegó mi turno. El doctor tenía que conocer cuál era la razón de mi queja para establecer una factura según los trabajos que tuviera que efectuar. Si estaba dispuesto a satisfacer sus honorarios podría comenzar su trabajo:

La habitación era minúscula. El sillón del paciente estaba adosado al muro, ya que si lo ponían en el centro, obstaculizaría el paso al personal que tuviera que trabajar. Era fijo, no se podía levantar ni inclinar, había que sentarse lo más retrasadamente posible, lo cual no era fácil porque me tiraba para atrás y me resbalaba hacia adelante. Al final, gracias a la ayuda del doctor, conseguí instalarme como quería.
          Parece ser que la muela estaba sin desvitalizar y comenzó a atacar al nervio que según él me provocaba los dolores. Junto al sillón no había ninguna columna clásica de todos los gabinetes de dentista. Solamente había una lámpara de pie, del que colgaba un tubo  donde adaptaba la cabeza del torno. El motor que promovía el aire comprimido para hacer girar el torno se encontraba en un extremo de la habitación, debajo de la mesa. Metía un ruido ensordecedor. De vez en cuando tenía que enjuagar la boca y no tenía ni fuente ni lavabo. Me daba un poco de agua en un vaso y una vez de que enjuagaba, me decía. “Tire todo aquí”. Era una papelera que me acercaba empujándola con el pie. Las paredes de la papelera no eran lisas, como las de un balde, sino de rejilla, con lo cual temía que los esputos y el agua sucia salieran al exterior por los huecos de la rejilla. Un poco repelente.
          Pero tampoco consiguió quitarme el dolor y tuve que encontrar otro lugar en Lubumbashi al que estoy acudiendo estos días y veremos si consiguen respetarme la muela y hacer desaparecer los dolores. Son unos de los pequeños inconvenientes de estar viviendo en un país del Tercer Mundo.
          Un abrazo.   
                                                                  Xabier  
///////////////////// 000 ////////////////////







miércoles, 23 de enero de 2013

KILIMA 96 - Marzo - 2013
(Formato Revista)

========================================================


Queridos amigos:

            Hacía tiempo que la gente de los pueblos de Panda y de Shituru, que entre los dos pueden contar con una población de unos 40.000 habitantes, buscaba una forma de acceder a sus campos sin poner en peligro sus vidas. Para ese fin, tenían que utilizar un puentecillo fabricado por ellos mismos, pero el río Panda, sin ser un gran río tiene una profundidad de al menos dos metros en la época seca pero durante la estación lluviosa, debido a la crecida, llega a alcanzar hasta los seis metros, con una corriente muy fuerte,  triplicando la anchura de su cauce y obstaculizando el acceso a la otra orilla.

             Estaba sostenido por cables, que sujetaban un suelo de cañas.  Difícilmente resistían el peso de una persona adulta cargada con un saco de maíz sobre sus hombros. Tenían que atravesarlo uno a uno. Esperaban el paso del primero antes de que el segundo iniciara la travesía para evitar que con el peso de los dos, se rompieran los cables o se partieran las cañas que componían su base. Los cables eran los que retiraba la empresa minera porque tenían que reemplazarlos por motivos de seguridad para descender a la mina y se encontraban roñados y en no muy buenas condiciones. Oscilaban mucho al menor soplo de viento, razón por la cual, había que atravesar el puente bien sujetos a los cables superiores para no perder el equilibrio y caer al río.  Los niños tenían prohibido el aventurarse por ese paso y las mujeres lo hacían con mucho miedo porque no se sentían seguras y se esperaban unas a otras para ayudarse  en el intento.


            Los primeros planos para este proyecto datan de hace unos 30 años. Cada vez que las autoridades se querían granjear la simpatía de la población, sobretodo con motivo de las elecciones,  uno de los puntos que tocaban en sus campañas  para obtener  sus votos era  la construcción  de este puente con el fin de  facilitar los cultivos,  para que la gente pudiera trabajar las tierras y mejorar sus condiciones de vida. Sin embargo, pasaba el tiempo de las elecciones y los pretendientes a diputados, ya fuera porque no salían elegidos o porque se les olvidaban las promesas que habían ofrecido a la población durante su campaña, el resultado es que durante todo ese tiempo no pudieron disfrutar de un puente seguro que les permitiera dedicarse a lo que ellos más necesitan porque constituye la única solución a sus necesidades cotidianas: la agricultura.

            No podían tensar los cables para evitar su rotura  y el puente, que estaba sujeto por unos raíles metidos en tierra por un lado y a un árbol por el otro, dibujaba una curva que le acercaba peligrosamente al cauce del río y las crecidas ocasionadas por la lluvia hacía que el agua pasara por encima del puente, lo diera vuelta y les impidiera alcanzar la otra orilla, con lo cual ponían en peligro el éxito de sus cosechas.

            El lugar en el que se situaba el puente era un punto equidistante entre los dos pueblos. Había que recorrer unos tres kilómetros a pie, por una senda estrecha por la que se accedía al río. La mayor parte de los agricultores eran personas mayores, ya que los jóvenes preferían dedicarse a la explotación minera artesanal, cavando agujeros y galerías aún con riesgo para sus vidas puesto que se adentraban tierra adentro sin ningún tipo de protección que pudiera sostener las galerías que iban horadando.

            Viendo el sacrificio que suponía para estas personas mayores, que después de haber trabajado duramente durante mas de treinta años en la empresa minera, se veían obligados a buscarse la vida por su cuenta, puesto que la Seguridad Social es  inexistente,  me parecía que estaba obligado a buscar los medios para procurarles un acceso que les permitiera alcanzar los campos sin que el temor a atravesar el río les impidiera dedicarse a la agricultura, para encontrar en la tierra un medio de subsistencia que no podían encontrar en ninguna otra parte.



 

7
 
            Ellos me habían invitado a que presenciara “el paso” de la gente sobre lo que llamaban “puente” y un día les acompañé, sin pensar que lo que iba a presenciar fuera tan grave. Había que ir a pie porque no había una carretera que me permitiera llegar en coche. Estaba cerca, calculo que la distancia no sería superior a 3 Km. por los senderos de la selva.  Llegué al lugar. Había un grupo de personas en cada orilla del río, esperando que el que en ese momento lo atravesaba alcanzara la otra orilla para que el siguiente pudiera comenzar la misma operación.
            Intentaban sacar la cosecha de sus campos. El que lo hacía en ese momento trataba de pasar con un saco de maíz. No se atrevía a llevarlo sobre el hombro porque de esta forma no podría disponer de las dos manos para agarrarse al cable superior en caso de necesidad. Lo llevaba por el suelo. Se agarraba al cable y movía un poco el saco, adelantándose de esta manera poco a poco hasta llegar hasta la otra orilla. Tenía que repetir esa operación 15 ó 20 veces para sacar toda su cosecha de los campos y llevarla a casa. Y luego le esperaban los tres kilómetros con el saco al hombro. Para mí fue un espectáculo impactante. Pensaba en el abandono en el que vive esta gente que cuenta con una administración totalmente inoperante y que se dedica a sus propios beneficios a través de multas e impuestos, olvidándose totalmente de la población a la que deberían proteger. Me creí en el deber de hacer algo ya que nadie se molestaba por ellos.

            La primera labor, por tanto, fue la de abrir un paso razonable para poder transportar los materiales para la construcción. Había algunos lugares difíciles de trabajar porque el suelo era rocoso y la pronunciada  ladera de la colina por la que había que pasar no ofrecía muchas posibilidades que facilitaran nuestra tarea.
            Era muy difícil llevar a cabo ese trabajo debido a la dureza del suelo. Imposible de realizarla a mano. Conseguimos la ayuda de una vieja pala Caterpillar que fue abriéndose paso lentamente, con no pocas peripecias porque cada vez que atacaba la zona rocosa  le salía la cadena y volverla a colocar nos llevaba casi el día entero. Pero al fin, llegamos hasta el río, donde pudieron acercarse los camiones cargados de hierros, cemento, piedra, arena, etc.


 
            Quisimos que la gente contribuyera, aunque fuera de una forma simbólica, para asociarles a los trabajos que pensábamos emprender. Al principio, la gente creía que una vez más serían engañados, pero al ver la nueva carretera en construcción y que  los materiales accedían a la orilla del río, creyeron a los que iban pasando por las casas pidiendo una contribución para que los trabajos pudieran llevarse a cabo, y muy pocos opusieron resistencia. Esta vez el asunto iba en serio. El cura no les iba a engañar como lo habían hecho sus diputados.

            Se creó un grupo que se encargó principalmente de la manutención de la mano de obra  que iba a trabajar en el proyecto. De esta forma, los obreros de la construcción fueron alimentados por los agricultores durante todo el tiempo que duraron las obras de esta pasarela peatonal, que hoy es el orgullo de todos, porque han visto que lo que ellos aspiraban desde hacía muchos años sin que nadie se sintiera preocupado por su suerte estaba conseguido, disponían ahora de un medio que les permitía alcanzar la otra orilla, transportar sacos de maíz o mandioca, utilizar la bicicleta como medio de transporte, enviar a los niños, etc. porque contaban con un medio seguro que les había hecho olvidar los apuros que sufrían desde siempre.

            Era frecuente ver a los campesinos, que cuando volvían  de sus campos, se paraban en el lugar del trabajo para ofrecer a los obreros de la construcción del puente, unos trozos de mandioca, unas mazorcas de maíz o un puñado de cacahuetes. Tal vez no fuera mucho, pero mostraban de esta forma su agradecimiento porque alguien se había acordado de ellos.

            Además, a partir del  año pasado  han podido comprobar el resultado de esta pasarela de dos metros de ancho por 63 m. de largo, porque ha llovido más que otras veces y han podido ir de un lado para otro sin temor a que el agua les llevara el puente o tener que atravesarlo con el agua hasta la cintura o dar un rodeo de más de seis kilómetros para poder alcanzar sus campos de cultivo, como les ocurría con anterioridad.


 
         Queremos agradecer al Ayuntamiento de Erandio, que ha financiado este proyecto, porque a pesar de tener otras necesidades en su municipio, ha querido contribuir de esta manera a mitigar el sufrimiento de otras personas, que luchan diariamente contra el hambre, la enfermedad y la injusticia, y se ven solos  a la hora de llevar a cabo esta tarea. Todos tenemos derecho a la vida, al trabajo, pero hay quienes desde el día de su nacimiento están abocados al sufrimiento y algunos tratan de escapar de él embarcándose en pateras, introduciéndose en las bodegas de los barcos como polizones, abandonando a sus amigos y a sus familias para poder sacar la vida adelante y procurar una vida digna para sus hijos.

   La carretera que habíamos abierto atraviesa una zona en la que en su tiempo, la empresa minera arrojaba los desperdicios de las fundiciones y hoy han descubierto que lo que entonces se consideraba “desperdicio” porque trabajaban con unos minerales de un porcentaje muy elevado de cobre o de cobalto, hoy pueden encontrar en esos deshechos minerales con un porcentaje del 2 ó 3 por ciento y los jóvenes que no tienen ningún trabajo se dedican a su explotación, limpieza y venta a empresas chinas que se encargan de su fundición y la exportación hacia su país.

            Pero los chinos se han dado cuenta que eso lo pueden hacer ellos mismos y han comprado toda esa área a la empresa minera y con sus palas mecánicas y sus camiones, se están llevando toda la tierra a su fundición y los jóvenes se han visto desprovistos de su trabajo y de su medio de subsistencia.

            En la medida en la que se les iban terminando las reservas alimenticias que guardaban en sus  casas el malestar iba en aumento, hasta que pasaron la voz de que tenían que enfrentarse a los chinos y una mañana se decidieron a atacar  para defender lo que ellos consideraban como “sus tierras”.

            A las siete de la mañana comenzaron a llegar los camiones y se puso en marcha la pala que los cargaba. Los jóvenes se iban acercando sin llamar demasiado la atención hasta que al grito de uno de ellos, arremetieron con palos y piedras contra los que ellos creían les estaban robando su forma de vida. Los camiones, al verse acorralados y soportando la lluvia de piedras que les caían por todas partes, optaron por dar la media vuelta y escaparse de aquel lugar que parecía un infierno y en el que podrían brotar el fuego real  en cualquier momento ya que los jóvenes estaban dispuestos a quemarlos sin preocuparse por la suerte de los chóferes.

           Los chinos habían aprovechado un par de contenedores para instalar su pequeña oficina y controlar todo el movimiento de carga y los viajes de los camiones. No habían invertido miles de dólares en el equipamiento de los contenedores pero tenían algunas mesas, unas cuantas sillas, un par de ordenadores, una instalación eléctrica y poco más. Se asomaron a las ventanas, vieron aquella muchedumbre de jóvenes encolerizados que se acercaban a sus oficinas y  pensaron  acertadamente  que  lo mejor que  podían  hacer  es  poner tierra por medio, y sin meter ruido, ni enfrentarse a los que llegaban, prefirieron concentrar toda su energía en sus piernas y salieron disparados por los caminos de la selva antes de que las primeras piedras cayeran sobre sus cabezas. No es de extrañar que después de estos entrenamientos, porque aquí ya les ha pasado en otras ocasiones, estén preparados para presentarse en las competiciones olímpicas y ganar unas cuantas medallas, porque corren al límite, conscientes de que está en juego su pellejo.

            Los asaltantes me comentaban  que intentaron atraparles pero no encontraron su rastro, afortunadamente. Entonces se ocuparon de demoler la pequeña infraestructura que habían puesto en marcha. Desaparecieron las sillas, destrozaron los ordenadores, rompieron las puertas y ventanas, dieron fuego a todos los papeles que encontraron, arremetieron contra la pala mecánica, rompieron lo que pudieron de ella y hubieran seguido por más tiempo dando rienda suelta a su rabia, si es que no hubieran llegado en ese momento unos camiones con militares armados que comenzaron a disparar al aire y cada cual abandonó su botín para correr más ligeramente y alcanzar el refugio de sus casas.   
        
            Esto ocurrió la víspera de Navidad y la gente escuchaba encantada la narración de los hechos porque en general, a los chinos no les pueden ver ni en pintura.  Se meten por todas partes, hacen trabajar sin fiestas ni descansos y el jornal no es extraordinario. Encima, todo lo que hoy día se puede comprar en las tiendas es de fabricación china y la piratería está a la orden del día. Todos los artículos son de pacotilla: bicicletas, lámparas, fluorescentes, motores, etc., duran menos que un estornudo y hay que volver de nuevo a la tienda para desembolsar otra cantidad de dinero porque ya no se encuentra nada que sea fabricado en Europa.


            A nosotros no nos vino mal esta pelea porque poco antes se habían apoderado de las tierras en las que cultivaban nuestros feligreses e incluso se habían apoderado del puente, amedrentado a la gente para que no trabajara aquellas tierras que ya habían sido adquiridas por los chinos y se exponían a sudar en su cultivo sin obtener ningún beneficio ya que, según ellos,  los antiguos amos ya no tenían nada que decir.

            Los chinos no dan nunca la cara sino que utilizan personal local, abogados y agrónomos congoleños a los que les pagan bien para que se encarguen de despachar a toda la gente dejando los terrenos limpios en los que ellos pudieran trabajar.


            Entre los agricultores hay gente de todas las tribus, por eso no aciertan a unirse para constituir un frente común. En lugar de exponerse a la furia de los militares o de ser detenidos, prefieren venir a mí para contarme sus cuitas y empujarme para que actúe en su nombre. 
Yo ya estoy cansado de tantos enfrentamientos y procuro motivarles para que den la cara, pero me ponen mil disculpas para seguir siempre como antes.

            Yo necesitaba dinero para continuar mis trabajos e intenté probar fortuna. Fui a reclamar el importe de los gastos ocasionados en la construcción del puente porque lo necesitaba para la construcción de una carpintería que completaría los diferentes estudios de la escuela. Me dijeron que me contestarían, pero como pasaba el tiempo y no recibía respuesta, ni los agricultores eran convocados para que se les pagara por la expropiación de sus tierras, empecé a aconsejar a todos a que volvieran a trabajar, que sembraran, porque de lo contrario las tierras serían consideradas baldías y no les otorgarían nada a cambio.

            Al principio se mostraban temerosos, pensando que en cualquier momento vendrían los militares para desalojarlos de las tierras y lo harían bruscamente, como lo hacen normalmente, pero poco a poco fueron ganando confianza y de nuevo han vuelto a cultivar sus antiguos campos, indiferentes a lo que pudieran decir los chinos. La vida ha vuelto a la normalidad, aunque estamos siempre expuestos a que recomiencen la historia y nos vayamos todos a tomar el sol a otra parte.

            Esto es lo que ocurre con las nuevas empresas que se están instalando en nuestros alrededores. Los congoleños son conscientes de que estas empresas actúan de manera violenta, de que se implantan donde les apetece sin tener en cuenta que en aquellos lugares hay pueblos, cementerios, fuentes de agua potable para la población etc., y les falta coraje para resistirse, defender sus derechos, hacer que su voz sea oída más lejos, porque las autoridades, ministros, que deberían velar por el bienestar de sus ciudadanos están más preocupados en observar cómo suben sus cuentas corrientes que alarmarse por el descenso del bienestar de sus conciudadanos.
   Un abrazo.
                                                                            Xabier            

==========================================
============================================