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mi frente.
Afortunadamente, en ese momento creyó terminar la primera fase de la operación
y me pidió que me enjuagara. Si, pero ¿Con qué?. No había agua. Intenté
utilizar toda la saliva concentrada en mi boca. El sillón seguía inclinándose
peligrosamente y actué con precaución, agarrándome a la columna de la
dentistería para sostenerme sin causar mayores estropicios. La limpieza no
debió quedar demasiado mal porque acto seguido comenzó a empastar y cuando ya
me despedía y le dije que la muela estaba muy sensible, me respondió que era
una buena señal, porque la muela tenía vitalidad y podría contar con ella
durante muchos años: Eso es lo que quería oír de él y me marché todo contento.
Queridos amigos:
Nunca me he pavoneado de poseer
una dentadura fuerte como la de un
primitivo y prueba de ello es que a lo largo de mi prolongada estancia en este
país africano he ido desprendiéndome, contra mi gusto, de unos cuantos “piñones” que han quedado sepultados en estas
tierras, como prueba inconfundible de mi
paso por las mismas, y donde podrían encontrar con facilidad mi ADN si
fuera necesario.
Lo normal es que un país
vaya desarrollándose poco a poco, mejorando en cada época la situación en la
que vivían sus antecesores, con mayor o menor rapidez, tendiendo siempre a
conseguir metas que no se habían alcanzado antes, pero en el Congo no ocurre lo
mismo. Es por lo que la gente del Primer Mundo tiene dificultades en creer mis historias y piensa que me he convertido
en un especialista en propagar invenciones.
Un ejemplo. Gracias a una
prótesis dental que me habían colocado en Bilbao, me iba defendiendo con
normalidad e incluso me había olvidado de que algunas muelas habían sido ya
“arregladas” y había que actuar con cierto cuidado, sobre todo a la hora de
atacar los huesos de pollo que se desmenuzan con bastante normalidad, puesto
que ya que es un manjar que no se ve
todos los días, hay que aprovecharlo hasta las últimas consecuencias en cuanto
aparece preparado en un sabroso plato.
Era consciente que no podía competir con los comensales con los que
compartía el alimento, pero siempre hacía mis pinitos para no dar la
impresión de ser
un señorito al
que le asustan esas
menudencias. Todo funcionaba a la perfección, pero un día cayó en mi
boca un hueso cuyo propietario había corrido múltiples competiciones y en esas
lides había conseguido fortalecer su musculatura y la osamenta que lo sostiene,
y ocurrió lo que no debiera de haber ocurrido: ¡Zás! Y se rompió un trozo
del empaste que protegía mi muela.
En
estas cuestiones me gusta actuar de inmediato, así es que acudí al dentista que
me había atendido en anteriores ocasiones. La última vez que acudí a su
consulta para que me hiciera un pequeño arreglo en la prótesis, me encontré con
que el sillón del paciente no estaba sujeto al suelo y cada vez que tenía que
enjuagar para limpiar la boca y expulsar el agua en el lavabo, tenía que
inclinarme cuidadosamente para que no me cayera arrastrando en mi caída todos
los aparatos de la consulta y para ello debía inclinarme apoyándome en el borde
del lavabo para limpiar la boca. El no daba ninguna importancia a lo que estaba
viendo porque no hacía el mínimo comentario. Seguramente que habría habido
otros muchos a quienes les habría ocurrido lo mismo antes de que yo llegara.
Había transcurrido un mes desde que tuve esta pequeña aventura y pensaba
que a lo largo de esos 30 días había tenido tiempo más que suficiente para
arreglar su sillón. Normalmente solía citar a los pacientes a las dos de la
tarde, pero jamás llegaba antes de las tres. Yo veía que otros pacientes que
esperaban su hora lo hacían con un botellín de agua en las manos y pensaba que
eran costumbres que se
habían puesto de moda porque todos hablan de beber mucha agua para mantenerse
en forma. Luego tuve ocasión de corregir mi parecer.
Yo veía que estaban pintando la consulta porque un par de pintores de
brocha gorda se encontraban encalando las paredes. No sabía si nos iba a mandar
a casa o serían los pintores los que serían despedidos. Llegó por fin el
dentista, al que todo el mundo llamaba “doctor” y se encerró en su gabinete. A
los cinco minutos me llamó porque sabía que había recorrido 125 Km para llegar
hasta su consulta y quería terminar cuanto antes para que pudiera volver de
nuevo a Likasi.
Las manchas de pintura adornaban toda la habitación. Habían colocado
unos papeles para proteger el suelo. Un pintor, subido a una escalera
blanqueaba el techo procurando no ponerse a la vertical del sufriente para que las gotas de cal no le cayeran en la
boca abierta del dolorido paciente. El otro, encalaba mientras tanto una de las
paredes. El médico hablaba con los dos sobre el avance de los trabajos y no
parecía estar muy contento de su rendimiento, porque tanto el tono de su voz
como la expresión de su rostro indicaban que no estaba para bromas. Y yo
pensaba si sería luego mi muela la que fuera a pagar semejante infortunio. Uno
de los pintores se interesó por mi causa y, casualidad, también él había
sufrido una vez dolor de muelas. Por fin, el dentista se acercó para conocer el
motivo de mi malestar y sin
más preámbulos agarró el torno y comenzó a perforar mientras continuaba
hablando con el artista de la brocha gorda.
Yo notaba, cada vez con mayor sensibilidad, los efectos del torno dentro
de mi muela y la capacidad de aguante iba en disminución en la medida en la que
se empeñaba en penetrar en profundidad. Algunas estrellas habían aparecido en
el paladar de mi boca y
un sudor desagradable comenzaba a mojar
Me
despedí del pintor. Ahora comprendía mejor por qué todos los pacientes
esperaban su turno con un botellín de agua en sus manos y pensando en los
barberos que en la Edad Media actuaban en las plazas de los pueblos para el
regocijo de la gente menuda, recordaba le escena del pintor en la punta de la
escalera, el paciente tumbado en el sillón y el dentista dando conversación a
uno y a otro según el momento en el que se encontrara de su intervención.
A pesar de su empaste la muela seguía
molestándome. A los dos días le llamé para contarle mi situación y me recomendó
que pasara de nuevo por su consulta. Recorrí de nuevo los 125 Km de ida y otros
tantos de vuelta sin haber conseguido entrevistarme con él porque en cuando me
vio se dio cuenta que el torno de la consulta tenía una pieza rota y el
mecánico no se la había arreglado todavía.
Eso me obligó a efectuar un tercer
viaje, pero esta vez también yo llevaba la botellita de agua. Los pintores ya
no faenaban. Todo parecía como más limpio y en orden. Me tumbé en el sillón y
comenzó a trabajar sin mayores preámbulos. Yo sentía que el torno iba ganando
terreno. Su afilada punta se introducía sin hacer caso a los gestos de mi cara,
ni a mi boca, que se estaba haciendo cada vez más grande para evitar el grito
que quería salir desde lo más hondo de mi garganta. Las estrellas que aparecían
ahora en mi paladar se confundían con las fugaces y los cometas que
revoloteaban por los alrededores de la muela. Al final, como único medio de
defensa, le agarré la muñeca para que sacara aquella herramienta de la boca y
me dejara respirar. Y ante mi actuación no se le ocurrió mejor pregunta que
decir:
- Qué, por lo que veo, habrá que
anestesiar.
- Si, doctor, me parece una idea
fenomenal. Y ahí comenzó la siguiente parte de la operación. Todo transcurría con
normalidad hasta que en un momento se fue la luz y me quedé con la boca abierta
mientras estaba preparando la pasta con la que iba a cerrar el agujero de la
muela. Así permanecimos 20 minutos, yo con la boca abierta y él dándole vueltas
a la pasta para que no se le estropeara. Por fin pudo terminar su trabajo y
como se estaba haciendo tarde, salí disparado de la consulta para ponerme en
camino hacia Panda.
Sin embargo yo seguía sintiéndome mal.
Ya no quería volver al mismo porque tras dos intentos frustrados mi situación
no había mejorado. Había que buscar otro dentista.
Tampoco quería ponerme en manos del
dentista del hospital de Panda porque le conocía desde hacía muchos años, de
cuando era el ayudante del dentista que trabajaba en aquel momento. Él era el
encargado de ser su asistente, quien tenía que limpiar el instrumental,
preparar las mezclas, ocuparse de las fichas de los trabajadores… pero cuando
el dentista se marchó definitivamente, el puesto quedó vacante
y tras un largo período de ausencia, un día le
vi que le habían
concedido el
título de dentista y entre las cosas más suaves que cuentan de él, es que si
hace un empaste y el paciente se agacha para coger el pañuelo que se le ha
caído o alguna otra cosa, pone en peligro su empaste porque en ese momento se
le puede caer.
Quería saber si en Likasi con sus
350.000 habitantes, no habría ningún otro “doctor” que me pudiera atender y
evitar el ir de nuevo a Lubumbashi. Después de molestar a unos y a otros, por
fin, me enteré que hacía poco acababan de abrir un nuevo gabinete en la ciudad,
cuyo responsable era un médico que había venido de Zambia.
Nadie disponía de elementos
suficientes para juzgar sobre la calidad de su trabajo, pero yo no estaba como
para muchas exigencias, así es que decidí hacer la prueba. Efectivamente, en
una calle bastante céntrica de Likasi había abierto su consultorio, donde se
podía leer a la entrada: “Clínica Bahati” (que en swahili significa, suerte).
Análisis clínicos, Consultas médicas, Dentistería.
En su interior, todas las dependencias
eran de reducidas dimensiones. Una señorita recibía a los que deseaban recibir
tratamiento médico. Disponía de una pequeña mesa en la que anotaba los nombres
de los enfermos y los cuidados que solicitaba, y repartía a cada uno una papeleta
para que esperara su turno. En esa recepción cabían cuatro sillas y si había
más pacientes tenían que esperar en la calle.
Le conocí al enfermero porque había
trabado en el hospital que está junto a la parroquia y había pedido la cuenta
en la empresa porque llevaba
muchos meses sin que la empresa
se acordara de satisfacer su salario. Los que iban
para hacer análisis de
sangre no tenían derecho a habitación y el enfermero actuaba en
el estrecho pasillo de no más de seis metro de largo, que
conduce al gabinete del dentista. Una
cortina separaba al enfermo de los que esperábamos turno pacientemente, pero
como no cerraba muy bien se podía ver lo que ocurría en su interior. Yo me
maravillaba de la habilidad del enfermero
porque conseguía introducir la
aguja en la
vena casi más ayudado por el tacto, que por la vista
porque el pasillo tenía una bombilla pero no había luz en ese momento y la
penumbra se hacía más presente que la claridad.
Por fin me llegó mi turno. El doctor
tenía que conocer cuál era la razón de mi queja para establecer una factura
según los trabajos que tuviera que efectuar. Si estaba dispuesto a satisfacer sus
honorarios podría comenzar su trabajo:
La habitación era minúscula. El sillón del paciente estaba adosado al
muro, ya que si lo ponían en el centro, obstaculizaría el paso al personal que
tuviera que trabajar. Era fijo, no se podía levantar ni inclinar, había que
sentarse lo más retrasadamente posible, lo cual no era fácil porque me tiraba
para atrás y me resbalaba hacia adelante. Al final, gracias a la ayuda del
doctor, conseguí instalarme como quería.
Parece ser que la muela estaba sin
desvitalizar y comenzó a atacar al nervio que según él me provocaba los
dolores. Junto al sillón no había ninguna columna clásica de todos los
gabinetes de dentista. Solamente había una lámpara de pie, del que colgaba un
tubo donde adaptaba la
cabeza del torno. El motor que promovía el aire comprimido para hacer girar el
torno se encontraba en un extremo de la habitación, debajo de la mesa. Metía un
ruido ensordecedor. De vez en cuando tenía que enjuagar la boca y no tenía ni
fuente ni lavabo. Me daba un poco de agua en un vaso y una vez de que
enjuagaba, me decía. “Tire todo aquí”. Era una papelera que me acercaba
empujándola con el pie. Las paredes de la papelera no eran lisas, como las de
un balde, sino de rejilla, con lo cual temía que los esputos y el agua sucia
salieran al exterior por los huecos de la rejilla. Un poco repelente.
Pero tampoco consiguió quitarme el
dolor y tuve que encontrar otro lugar en Lubumbashi al que estoy acudiendo
estos días y veremos si consiguen respetarme la muela y hacer desaparecer los
dolores. Son unos de los pequeños inconvenientes de estar viviendo en un país
del Tercer Mundo.
Un abrazo.
Xabier
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