jueves, 27 de marzo de 2014


KILIMA 100








Queridos amigos: 
 

              A lo tonto a lo tonto, hemos llegado al número 100. Nunca pensé alcanzar tal meta y no por falta de anécdotas que comentar, sino porque muchas veces los artículos me parecían monótonos y  tenía la impresión  que podría aburrir con ellos a vosotros, los sufridos lectores.
            Es muy difícil explicar en unas pocas líneas la situación del país, pero al menos es una forma de manifestaros mi agradecimiento, ya que con vuestro apoyo, hacéis posible que la misión de S. José siga su marcha y mantenga en pie toda la infraestructura que se ha montado con vuestra colaboración para el desarrollo y progreso de este pueblo.
            En general, se trata siempre de hechos reales que tienen algo que ver con mi persona, como el relato de hoy, en el que Carine, la hija de mi primer “hijo”, o acogido en la parroquia, (luego vendrían muchos más) se hizo mayor sin darme cuenta y se presentó en casa cuando ya había finalizado sus preparativos para la boda.

La boda de Carine:


            Venía con un paquete, me lo puso en las manos diciendo: “Esto es de la dote de Carine”. No sabía que ya habían celebrado el encuentro oficial las dos familias y habían llegado a un acuerdo. Un traje, unos calcetines, zapatos, 200 $ y dos botellas de cerveza.

            Le agradecí por el detalle, pero pensaba que estaba fuera del círculo familiar en el que se deciden los asuntos familiares, de hecho no estaba al corriente de nada ni me invitaron a participar en los encuentros de las familias. Ya me habían dicho que la chavala tenía novio y que querían casarse este año, pero sin ninguna precisión sobre la fecha en la que ésta pudiera tener lugar.

            El traje era de fabricación china, venía muy bien protegido. En cuanto intercambiamos algunas palabras sobre el acontecimiento y volvió él a su trabajo, me lo probé. Los bolsillos de la chaqueta estaban cosidos. Luego me dijeron que eso es corriente. Yo, que tengo cuerpo de pobre y en general me sienta bien toda la ropa que me pongo, aquel traje me colgaba por un lado y me apretaba por el otro. Tuve que recurrir a un sastre para que me lo arreglara y pudiera ponérmelo el día de la boda a la que me habían invitado. Los arreglos corrían por mi cuenta y lo cierto es que no me resultó gratis. Los zapatos eran puntiagudos y del número 44. Le llamé a Dominique para preguntarle si no los podría cambiar, ya que normalmente calzo un 41 y con esos puntiagudos podría alcanzar tal vez el 42.  Se los llevó.
            Carine trabajaba como enfermera en una clínica privada de Lubumbashi. Hay algunos lugares que indican que nos encontramos ante una “clínica”, sobre todo ahora, que con la llegada de nuevas empresas que vienen especialmente para la explotación del cobre y del cobalto, pero a las que les interesan también otros minerales, como el coltán, el uranio, el oro, la casiterita, etc., ha llegado mucho personal extranjero y eso ha ocasionado un gran movimiento migratorio desde las provincias del interior hacia la zona katangueña en la que nos encontramos.
  Para atender todo este personal extranjero se han levantado algunas verdaderas clínicas que cuentan con todos los medios modernos, pero que presentan unas facturas no aptas para la mayoría de los vivientes.
Por eso, se daba el nombre de “clínicas” a casas normales en las que se habían tirado algún tabique y de dos habitaciones se convertían en una sala de hospitalización. A lo sumo, construían un pequeño edificio en la parcela de la casa, que podía servir de sala de operaciones, pero como los cortes de luz son muy corrientes, se exponían a verse privados de la electricidad en medio de una operación, que la terminaban como podían con la ayuda de alguna linterna cuyo foco alumbraba la zona de la intervención.
Hablar de asepsia, esterilización, sábanas limpias, les sonaba como a incordio y era mejor ver, oír y callar. Todo el material quirúrgico provenía, generalmente, del hospital general del estado o de los hospitales de las empresas en las que trabajaban los médicos, que pacientemente y a lo largo de los meses, habían tratado de aligerarlos  de su abundancia para equipar  los   pequeños centros sanitarios que disponían dichos “doctores”  con el fin de redondear sus exiguos salarios.
            El personal sanitario no percibe unos salarios fijos todos los meses. Todo depende del número de pacientes que reciban en la clínica esa temporada. Así es pagado el personal que trabaja en estas clínicas. Normalmente no pasan de 8 camas, pero si hubiera más casos, tampoco tienen inconveniente en acostar a dos operados en la misma cama. Los salarios no son muy altos, no están afiliados a la Seguridad Social, cobran cuando tienen suerte, porque a veces el cirujano tiene que salir de un apuro y necesita todo el dinero, con lo cual el personal, aunque molesto y enfadado, no tiene otra solución que apretar el cinturón y esperar una mejor ocasión.
            Los enfermeros se encargan de comprar las medicinas que receta el médico y de cuya venta a los enfermos sacan una propina porque normalmente cobran más de lo que indica  el precio. El médico lo sabe pero se calla porque también él está en fuera de juego, ya que su “hospital” no reúne las condiciones necesarias para estar en funcionamiento y del silencio de unos y otros, salen todos ganando.
            Pero los precios están al alcance de la gente y no les queda otra solución que acudir a ellos. Yo pienso que los Ángeles de la Guarda trabajan a destajo porque a pesar de las condiciones en las que se efectúan las operaciones, curas, etc., en algunos sitios con un W.C. para todo el personal y los enfermos, sin hornos para quemar las gasas o las placentas o partes cortadas en las operaciones, apenas hay infecciones, virus, salmonelas, y otros enemigos que causan tantas desgracias en nuestros hospitales del Primer Mundo.

            Carine había estudiado enfermería y había terminado sus estudios con el grado de asistente médico, pero no encontraba trabajo. Había trabajado ocasionalmente en varios hospitales  pero al cabo de tres  meses le agradecían por los servicios prestados, pero la decían que no pensara en que la iban a contratar y sin haber cobrado un duro se veía en la obligación de recurrir a otro y así hasta caer en una de esas clínicas en las que no se sabe nunca si se va a cobrar, ni cuánto, pero es el único lugar en el que ha encontrado una forma de practicar sus conocimientos.
            Ella es la hija mayor de Dominique, a quien le acogí en casa hace muchos años, cuando aún era un chaval, famélico, huérfano de padre, sin haber pasado del quinto grado de primaria. Por aquel entonces, su estómago no sabía lo que era “llenarse” y tuvo que permanecer un par de meses en el hospital hasta que se normalizaran sus tripas y pudiera comer sin que los intestinos se resistieran y expulsaran lo que estaba digiriendo.
            Vivía en casa y un día se me presentó, diciendo: “Oye, ya soy mayor. Yo tengo ya que casarme y me tienes que buscar una chica”. Tenía razón, y no me quedó más remedio que fijarme con más atención en las chavalas que pasaban ante mis ojos para buscarle una que fuera digna compañera a lo largo de su vida. Pero esa es otra historia. La cosa es que ya le encontré una, se casó y la tuvo a Carine.
            En agradecimiento a cuanto había hecho por él, quería ponerla el nombre de mi ama, pero ya se lo había dado a otra chavala. En ese caso, tendría que ser el de una hermana y le pusimos el nombre de María Gloria Goicouría. Pero el nombre de María Gloria se les hacía raro y desde un principio comenzaron a llamarla Carine. Sin embargo el apellido lo guardaron con mucho afecto, hasta el punto que muchas de sus amigas la llamaban “Ngoi Guria” queriendo pronunciar correctamente el apellido.
            Un día había tenido que ir a Lubumbashi y lo que menos pensaba era que me iba a encontrar con ella en la calle. Corrió a mi encuentro y me comentó que faltaba escasamente un mes para la boda y no tenía aún el vestido para presentarse en el Ayuntamiento para celebrar el matrimonio civil. “Y ¿qué cuesta?” – “Trescientos dólares, porque tengo que comprar también los zapatos que vayan a juego con el vestido”. Yo que llevo una temporada de ahorro forzoso para ver si consigo terminar las obras de la escuela en las que estoy metido, no esperaba ese “asalto” en plena calle, pero viendo la ilusión de la chavala y la alegría de su encuentro conmigo, me pareció que no podía negárselo y que al menos fuera “reina por un día”.
            No había transcurrido mucho tiempo después de este encuentro, cuando me vinieron sus padres para exponerme sus penas. La boda se iba a celebrar por la tarde y habían alquilado una sala grande para toda la noche, tenían que hacerse cargo de la comida de los invitados, además, en casa todos tenían que hacerse ropa para la ceremonia y no les llegaban sus ahorros. Lo de los “ahorros” es una forma de hablar porque normalmente no tienen un duro en el bolsillo. Tuve que aflojar otra vez la pasta para que pudieran respirar y disfrutar del día de la primera boda de la familia. A mi no me lo confesarán, pero estoy seguro que se han endeudado para cumplir con todos los compromisos.
            Mientras tanto ya me habían arreglado el traje. Ya no tendría que pedir prestado como cuando la boda de otra sobrina. Pero no me habían traído los zapatos. Mejor, me pondría los míos, con los que andaría sin complejos, en lugar de esos que están aquí de moda, que son muy puntiagudos, con los que parece que hemos llegado al pueblo de adelante cuando aún no nos hemos movido.
            Me advirtieron de que el día de la boda, la pareja vendría a visitarme. Yo no conocía aún al novio. Esperé toda la mañana y a eso de las doce oigo unos golpes insistentes de bocina que me anunciaban la llegada de la pareja. Tenía algunos refrescos preparados para la ocasión, pero me quedé de piedra cuando vi que venía una comitiva de al menos 10 personas y en casa ni tengo sillas suficientes para tantos ni tenía algo que ofrecer a la concurrencia, ni espacio suficiente para acogerlos. Quedé como un rácano. Yo, bastante avergonzado por no estar a la altura de las circunstancias, les expliqué lo que acontecía y respiré a gusto cuando  se marcharon.
       Venían del Ayuntamiento. Ya se habían casado. Me había ocurrido con Carine lo mismo que me sucedió con la otra “sobrina”. El vestido que llevaba podría servir muy bien como vestido de boda y no sé si alguna vez más se lo volverá a poner. Pero ese era su capricho y no quise hacer comentarios que ensombrecieran la fiesta. Por la tarde llevaría el vestido de novia que lo había alquilado para la ocasión.  
Casualidad. Esa semana me tocaba celebrar la Eucaristía del sábado y del domingo en la parroquia, así es que les casé, juntamente con otras dos parejas que  se  habían  preparado para   recibir  el  sacramento.  La pregunté con qué  nombre quería que la casara, si con el de Carine, que es con la que es conocida popularmente y me dijo que ella era María Gloria y que la casara llamándola por su verdadero nombre. Todo transcurrió con la normalidad acostumbrada. Comenzamos la misa a las cuatro de la tarde para terminar a las seis y media.
La cena estaba anunciada para las ocho de la tarde, que aquí es noche, pero empezó a las diez. Cada cual tenía que presentar su regalo. Yo llevé también el mío a pesar de todo lo que ya les había adelantado. Todo se desarrolló con normalidad. Yo me marché a las once porque al día siguiente tenía que levantarme a las cinco de la mañana para marcharme a visitar el poblado de Kabulumbu que se encuentra a tan solo 55 Km de la parroquia pero se necesitan cerca de tres horas para llegar allá. La gente joven acompañó a los novios durante toda la noche cantando, bailando y bebiendo y cuando yo marchaba para el poblado a primeras horas de la mañana salían muchos de la sala en la que habíamos celebrado la boda de Carine.
            Os he comentado en diferentes ocasiones lo difícil que se nos hace el predicar la Palabra de Dios de forma que la gente pueda creer lo que tratamos de transmitir. En estos momentos padecemos un confusionismo total en el que no se sabe distinguir la paja del trigo, en el que parece que se puede creer todo, en el que el mundo africano no tiene muy claras  sus opciones y trata de defender todo lo que huela a negritud, como si fueran valores de la sociedad bantú.
              Y esta forma de pensar no está enraizada solamente en el pueblo llano, ya que bastantes religiosos y religiosas participan de dichas creencias y se me hace difícil inyectar un poco de esperanza en los corazones atormentados que llegan quejándose de sus calamidades. Para poner un ejemplo, os cuento el encuentro que he tenido con una religiosa a la que le he tratado de apaciguar sus miedos, de infundir confianza en el Señor, pero a pesar mío, pone más confianza en las imposiciones de un curandero, que en mis consejos, lecturas del Evangelio y mis exorcismos.
                  Esta religiosa tiene una hermana que dice haber hecho un pacto con el diablo. El diablo ha llegado a ser su marido, con el que ha tenido varios hijos, uno de los cuales, era una enorme rata, que apareció un día muerta porque fue rociada con agua bendita. Les aconsejaron que cortaran un árbol que había crecido delante de la casa porque era el lugar de encuentro del demonio con “su mujer”. Así lo hicieron, pero en venganza, el demonio quemó todos los vestidos que encontró en casa y se quedaron en la miseria.
      El hermano, después de una brillante carrera, se encontraba sin trabajo. Otro de los hermanos, un buen profesor, se dio a la bebida y le despacharon del establecimiento. Todos los miembros de la familia presionan a la monja para que deje el convento o agarre una enfermedad incurable que le obligue a abandonar los hábitos o en último caso, que se dedique a la prostitución
La endemoniada guarda celosamente  su anillo de boda con el diablo y no hay forma de quitarla porque la gente piadosa que conoce el caso la ha aconsejado a la religiosa, que si consiguieran apoderarse del anillo, perdería su fuerza. Diferentes grupos de oración han intentado rezar por ella, pero han salido espantados perseguidos por la endemoniada.
Los miembros de la familia no quieren pasar por la casa materna, donde reside la afectada, por miedo a que algún juramento les persiga. El padre murió hacía unos meses como consecuencia de las actividades de su hija. En estas circunstancias han transcurrido varios meses y ni mis oraciones, ni la visita del sicólogo, ni las reuniones familiares, ni las imposiciones de manos de los pastores de otras iglesias, han conseguido tranquilizar a la poseída por el espíritu del mal para que escupa lo satánico que hay en ella y recobre la normalidad suya y la de toda la familia. Os seguiré teniéndoos al corriente de lo que acontezca.

Un abrazo.
                         Xabier