sábado, 8 de noviembre de 2014

Queridos amigos:


Hay una proliferación de motos que ha multiplicado el riesgo de accidentes de circulación. Es el nuevo taxi que la gente utiliza para desplazarse porque el autobús no se desvía de su ruta, pero con la moto se deposita al cliente en el mismo lugar al que desea llegar. Normalmente  montan tres personas sobre la misma moto, y a veces cuatro. Son muy pocos los que tienen los documentos en regla y la mayor parte de ellos carecen de seguros. La policía de tráfico no les dice nada porque en su mayoría pertenecen al alcalde o al general del ejército y quien se meta con esos motoristas indocumentados se arriesga a perder su oficio.

Entre toda esta sobreabundancia de motoristas, tenía uno que era tocayo mío porque  había recibido mi nombre el día de su bautizo y era el más respetado de su familia. ¿Cómo llegué a tener un tocayo? La historia es un poco larga pero trataré de resumirla.

           Hace unos cuantos años, frecuentaba bastante una familia que se distinguía por sus constantes enfrentamientos y yo era el que hacía de bombero para apagar las furias de ambos. Resulta que el marido, un joven trabajador de buena apariencia, se confundía a veces de portal a la hora de regresar a casa por la noche y se metía en el de la vecina, con gran disgusto de su propia mujer. Ésta, cuando pasaba la hora normal en la que tendría que haber regresado su marido, se suponía que algún “obstáculo” le habría surgido en el camino y se preparaba para recibirle.

           Aguantaba impasible el paso de las horas nocturnas y allá a las tres o a las cuatro de la madrugada, cuando llegaba el marido, se iniciaba el espectáculo para regocijo del vecindario. La pelea no se efectuaba en el interior de la casa sino que salían al exterior para tener más espacio para los movimientos y los vecinos, que se despertaban al oír los gritos y los insultos que  se prodigaban mutuamente, abrían un poco la puerta o la ventana, lo suficiente para contemplar el espectáculo, pero sin aparecer, para que nadie les llamara a declarar en el juicio por si alguna vez terminara el lío ante un tribunal.

            Cuando al día siguiente iba para celebrar la misa a las seis de la mañana, siempre había alguno de los vecinos que me ponía al corriente del espectáculo nocturno y me prevenía porque estaba seguro que iban a necesitar de mi presencia.

Efectivamente, la mujer aparecía furibunda, generalmente,  con un ojo más oscuro que el otro, para contarme su versión de los hechos y reclamar mi presencia para que amonestara a su marido por su comportamiento y tratara de hacerle volver al buen camino.

Tuve que intervenir en bastantes ocasiones y durante ese tiempo ella quedó embarazada y ya antes del nacimiento del niño se pusieron de acuerdo en llamarle como yo: François. (Yo me llamo Francisco Javier pero la gente me llama François).

Le pusieron el nombre como habían decidido y algunos amigos de la familia, conocedores del por qué de ese nombre, le llamaban indistintamente François o “el cura”. Para su madre, ese crío era el mejor de toda la cuadrilla: el más formal, el más listo, el más obediente… Era incapaz de ver que conseguía unas
notas muy malas en la escuela, que era un golfo, porque había dejado encinta a una chavala, que no desperdiciaba una ocasión para apoderarse de lo que no era suyo y por mucho que intentara que viera la realidad de los hechos, ella no era capaz de escucharme y mantenía sus razonamientos.

Se hizo grande, le habían despachado de la escuela, y un amigo de la familia le dejó su moto para que trabajara con ella e hicieran a medias los beneficios. Empezó a circular como todos sus compañeros, llevando la moto a toda velocidad, haciendo maniobras en la mitad de la calle, y a pesar de las advertencias que le había dado, continuaba de la misma manera.


Un día, vio que en casa no tenían qué comer y todos sus hermanos menores estaban tristes.  Robó un tubo de hierro de unos tres metros, cogió la moto y quiso llevarla a vender a un chino que compraba toda la chatarra que llevaran a su casa. Conducía a toda velocidad, con una mano, porque con la otra sostenía el tubo sobre su hombro. Se encontró de frente con otro motorista que conducía también a toda velocidad, ninguno de los dos pudo maniobrar para  evitarse y el choque fue frontal. El otro iba con casco y eso le libró de las consecuencias del encontronazo, pero François no lo llevaba aquel día y parte de la masa encefálica quedó sobre el asfalto de la carretera.

Enseguida corrió la noticia por el pueblo. Les llevaron a los dos al hospital. A uno le ingresaron directamente en la morgue y al otro lo metieron en una sala para curarle las heridas y en cuanto recobró el conocimiento se escapó para que no tuviera que confesar los hechos ante el tribunal, no fuera que le declararan culpable del accidente.

Para su madre, François murió en “acto de servicio” porque fue a buscar un poco de dinero para dar de comer a sus hermanos.

La muerte siempre se considera como fruto de la mala acción de algún cercano a la familia. Al principio no me decían nada, pero poco a poco me enteré que según sus razonamientos, el que le prestó la moto a François, lo hizo con la intención de  hacerle desaparecer. Dejaron de hablarse y no llevaron el asunto a los tribunales porque les aconsejaron que no lo hicieran porque lo tendrían difícil para demostrarlo.

Yo tuve que asistir al duelo de la familia y era desagradable escuchar a cada uno que se presentaba llorando a gritos: “François ha muerto”, “No tenemos al cura entre nosotros” “Nos hemos quedado sin cura” y yo me encontraba entre ellos sin poder decir una palabra y atestiguar que el cura estaba aún vivo.

El párroco de un pueblo cercano, me pidió un día que le reemplazara en su parroquia porque tenía que ausentarse. Lo hice encantado porque es una parroquia a la que había asistido anteriormente. Al final de la misa, una feligresa me invitó a que viera la casa que estaba construyendo. Me contó que no se llevaba bien con su marido y quería asegurar el futuro, ahora que se encontraba con fuerzas, para tener un lugar seguro en el que refugiarse si las cosas salieran mal.

La idea me pareció correcta y estuvimos visitando el edificio, que todavía estaba solo a la altura de sus paredes pero que pensaba continuar próximamente en cuanto tuvieras algunos ahorros para terminar la edificación antes del comienzo de las lluvias. La felicité por lo que ya había conseguido y nos despedimos.

Pasaron varios meses sin que tuviera noticias de ella y un día apareció por nuestra parroquia diciéndome que tenía necesidad de hablar conmigo.

Me empezó a contar la mala suerte que había tenido con la obra, porque la robaron toda la madera que tenía destinada a este fin y a veces se le aparecían monstruos que pretendían indicarla que se trataba de la presencia de Satanás que quería entorpecer el avance de los trabajos. Unas veces un hombre se le aparecía en la ventana y al poco tiempo se transformaba en una gran serpiente que desaparecía en la espesura que bordea la casa. Otra vez, tuvo que llamar al vecindario porque se había declarado un incendio en la nueva construcción, y así fue mostrándome el cúmulo de calamidades que le sucedían después de una temporada y que ya no sabía ni qué hacer.

Yo ya estoy cansado de oír historias semejantes. Pienso que mi cara era bastante neutra y no reflejaba estupor ni asombro por las aventuras que me contaba. Ella no hacía sino cargar las tintas y cuando ya no supo qué más aventuras contarme, le dio por ponerme al corriente de sus pesadillas. Unas veces, unos perros enormes la atacaban cuando iba a trabajar. (Ella es enfermera). Otras veces se encontraba con una cuadrilla de forajidos que la daban una soberana paliza. Alguna vez incluso se le apareció un pariente difunto para que parara la construcción y evitara males mayores.

Llevaba hablando más de una hora. Yo me limitaba a escuchar, pero estaba cansado de tantas cosas raras que le ocurrían y al final, aunque eso no es de buena educación, le corté la conversación para preguntarle: “Y con todo lo que me cuentas, ¿qué quieres que yo haga por ti?” – “Pues la verdad es que necesito 5.000 $ para terminar la casa y quería pedirte que me avanzaras ese dinero que te lo pagaría más adelante”. Sabía que me estaba contando toda esa serie de relatos para preparar el terreno y lanzarme un torpedo que podría alcanzar la línea de flotación, pero estaba preparado y pude esquivar la andanada sin que me afectara. Se dio cuenta que había errado el tiro y nos despedimos hasta la siguiente ocasión.

Uno de los moradores del nuevo pueblo que estamos levantando poco a poco en la selva, volvía a pedaleando en solitario a Kabulumbu – nombre del nuevo poblado. Se les ha aconsejado en repetidas ocasiones que nunca se desplacen en solitario porque a los largo de esos 55 Km. pueden tener una avería en la bicicleta, sentirse enfermos, etc., y que la mejor forma de desplazarse es siempre en compañía, para poder ayudarse en caso de necesidad. Al principio lo hacían de esa manera, pero ya han cogido confianza y cada cual actúa como mejor le venga en gana.

Cuando iba a medio camino, sintió una sensación rara en su cuerpo. Como si una fuerza extraña le empujara hacia atrás y se le hacía difícil pedalear. Sin embargo, lo fue intentando, a pesar de que cada vez se le hacía más duro, pero tenía la esperanza de poder llegar a su casa. Solamente la separaban de ella unos 6 Km., cuando en una de éstas, se cayó de la bicicleta derrengado, medio inconsciente, incapaz de seguir adelante. Ya se había hecho de noche. Antes de perder totalmente el conocimiento tuvo la fuerza suficiente para hacer  rodar su cuerpo para dejarlo en la orilla de la carretera. La bicicleta quedó en medio. Ya no se acuerda de más.

A eso de las doce de la noche pasaron unos chicos que estaban de caza. Afortunadamente, pudieron reconocerle porque eran de un poblado vecino y entre todos, le ayudaron a llegar a casa. Eso era un viernes. El domingo llegué para celebrar la misa y vino para contarme la odisea y pedir mi bendición porque se sentía en manos del demonio. Accedí a sus súplicas pero no sin antes darle una catequesis sobre el comportamiento que estaban teniendo, ya que no observaban los consejos que se les había prodigado concerniente a la forma de desplazarse.

¿Qué es lo que había ocurrido?. No lo sé con certeza, pero como es un gran amigo de Baco, no me extrañaría que para despedirse de Panda y antes de volver al poblado de la selva, donde no hay bares y la cerveza tampoco se encuentra con facilidad, hubiera levantado el porrón más de la cuenta y eso hacía que sus piernas estuvieran cada vez más pesadas, imposibilitándole pedalear con normalidad.

Os había comentado anteriormente que lo peor para vivir en estas latitudes es el vacío de poder que constatamos cada día. La gente ha perdido el rumbo, la juventud se encuentra desesperada porque no ven futuro para ellos, las autoridades saben que dentro de poco habrá elecciones y tienen que aprovechar el tiempo que les queda para asegurarse el porvenir, los padres son los responsables de la familia pero llevan meses que no cobran allá donde trabajan y tienen que buscar sus propios medios para hacer frente a las necesidades de la casa… y en estas situaciones, todo parece permitido, aún las cosas más horrorosas y de vez en cuando nos llegan noticias increíbles.

Kolwezi es una población minera que se encuentra a unos 180 Km de nuestra parroquia. Al igual que Likasi y todas las ciudades, ha sido invadida por una multitud de mineros artesanales que van cavando por toda la selva e incluso por las ciudades en busca de residuos o minerales de cobre y cobalto para venderlos a los chinos, que son los más aficionados a la compra de minerales y chatarra.

Llamamos mineros artesanales a gente que “armados” con un pico, una pala y un saco, forman pequeños grupos de cuatro o cinco personas y “atacan” diversas zonas sin preocuparse si es propiedad privada,  si es un bien público, si ese terreno pertenece a una empresa, etc., ante el silencio de las autoridades que les dejan actuar libremente, a cuenta siempre de saber repartirse los beneficios.

Hace unos años, cuando estaba construyendo un puentecillo sobre el río Panda para que la gente pudiera alcanzar con facilidad la otra orilla, donde tenían sus campos, los jóvenes habían comenzado a cavar junto a la carretera. Les pedí, por favor, que me permitieran terminar el trabajo que había comenzado y me juraron con toda seriedad que jamás se les ocurriría destruir una carretera. Sabía que su palabra no tenía demasiado valor y procuré terminar los trabajos lo antes posible. Les avisé a las autoridades de lo que estaba pasando pero no hicieron caso y en cuanto terminé de clavar el último clavo del puente, ya comenzaron a mordisquear la carretera y poco tiempo después ésta se hacía impracticable. 

Todo el mundo tiene prisa en hacerse rico, en ganar mucho dinero, y para ello, todos los medios son buenos: robar, engañar, matar, sin que las autoridades tomen cartas en el asunto e impongan un poco de orden.

Ocurrió el mes pasado en Kolwezi. Un grupo de mineros recurrió a los conocimientos mágicos de un hechicero y en su afán de encontrar un buen filón que les proporcionara mucho dinero en poco tiempo, se pusieron a su disposición para llevar a cabo lo que les dijera. El hechicero les dijo que lo que le pedían iba a conllevar un sacrificio ritual y que tendrían que ofrecerle una criatura a los espíritus. Ellos, se pusieron de acuerdo y nombraron a uno para que les agenciara la víctima.

Éste, tenía como vecinos una joven familia con niños pequeños. Los críos estaban acostumbrados a su presencia porque a menudo llegaba a casa con chucherías para repartirles y cuando en un momento llamó a uno de ellos, se acercó a él con toda normalidad, pensando que le traía algún bollo o caramelo, como lo hacía en otras ocasiones.

 Sin embargo, esta vez se marchó con él a la selva, donde estaban reunidos los de su banda con el hechicero y allí el hechicero le mató, le descuartizó y con el sexo, les fabricó unos amuletos para protegerse de los malos espíritus y asegurar el éxito en el trabajo que estaban realizando. Era un crío de dos años y medio. Les cogieron a toda la banda pero el hechicero pudo escaparse. Cuando la policía fue a verificar el lugar de los hechos, se encontró con varios pares de zapatos, lo cual les hacía suponer que habían ocurrido más asesinatos rituales para ganar dinero fácil. Este episodio apareció en la televisión. Ya han celebrado el juicio pero no he tenido eco de la sentencia. Es espantoso, pero el estado no hace nada para evitar que ocurran sucesos semejantes.

Para que veáis que estamos sufriendo un vacío de autoridad, he aquí otro ejemplo. Cada cual se permite obrar a su antojo. En varias ciudades del interior, como Kamina, Kolwezi, los estudiantes que no aprobaron el examen final, que les da opción para ingresar en la universidad, dieron fuego a los institutos en los que habían estudiado, ante la indiferencia de las autoridades. Tienen miedo de los estudiantes, tienen miedo de los mineros artesanales y en lugar de enfrentarse les dejan que obren a su antojo para evitar muertes, que según ellos no conduce a nada.

En nuestra parroquia, siguen abriendo en canal más calles sin que se aprecie una reacción de las autoridades. Es incomprensible. Piden al estado que arregle las calles y luego todos estos mineros se encargan de destrozarlas sin que se vean molestados por nadie.

Y como ya las Navidades están cerca, os deseo a todos unos felices días FELICIDADES. ZORIONAK.



Un abrazo.
                                                                      

                                                                       Xabier